Me temo que la entrevista y el debate, como herramientas de democracia, han entrado en grave declive. Me temo que les aqueja la general devaluación que recorre el mundo. Me temo que el aburrimiento –lo que los jóvenes llaman con tanta propiedad “el abombe”– no es solo actitud caprichosa del televidente o radioescucha, sino efecto natural que provocan el lugar común, la reiteración y la falta de originalidad. Y me temo que los entrevistados de todos los colores, y los debatientes y moderadores, probablemente, no admitan que es hora de replantearse algunas cosas y de repensar otras tantas.

Debate y polémica

Siempre pensé que la entrevista debería ser una conversación ágil, ilustrada y respetuosa en la que dos personas informadas aborden temas de interés común, afinen sus puntos de vista, precisen conceptos, coincidan o discrepen, y empleen con sagacidad y elegancia la frontalidad e, incluso, la ironía, para que oyentes o espectadores saquen sus conclusiones. Hubo un tiempo durante el cual el género se transformó en evento boxístico sui géneris en el cual dos púgiles virtuales apostaban a la derrota del “oponente”. La entrevista devino entonces, con las excepciones de rigor, en un combate, entre entrevistado y entrevistador, sometido a la perversión del rating. Ahora la entrevista, con la competencia de las redes, se ha vuelto tibia, cansina. ¿Podrá suscitar interés y sobrevivir en esas circunstancias?

Hubo debates que hicieron época y que pusieron en evidencia la fortaleza, debilidad o mediocridad de los personajes...

El destino del debate ha sido peor y, prácticamente, ha desaparecido de los foros académicos. Poco queda de la tradición de debatientes de la que muchos hombres públicos fueron entusiastas cultores. Y lo grave es que, en la sana comprensión de la democracia, el debate es pieza clave. En el pasado, no todos los debates fueron ejemplares, cierto es, pero quedaba la idea de que, pese a todo, era preciso discutir propuestas sobre temas de interés público, contrastar ideologías, sugerir alternativas, contradecir proyectos o coincidir con ellos. Parecía necesario que, además de proponer, o de imponer, debían discutirse equilibradamente las realidades y las ideas.

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Hubo debates que hicieron época y que pusieron en evidencia la fortaleza, debilidad o mediocridad de los personajes expuestos al escrutinio público. Pienso en el evento que protagonizaron Nixon y Kennedy, allá por los sesenta, en el que triunfó la juventud y claridad del uno sobre la política envejecida y sinuosa que representaba el otro. A partir de aquellos debates históricos, creo además que, sin contenidos de jerarquía, cualquier evento de esa naturaleza fracasará en perjuicio de ese “público circunstancial” en que se ha convertido el pueblo, y en beneficio de la propaganda, que es el método de simplificación más eficiente para transformar las ideas en tópicos, y para vaciar de contenidos incluso a las esperanzas.

Incertidumbre, decepción, dejan los recientes debates entre la infinidad de candidatos a todo. Queda la certeza de que, por vía del electoralismo barato y del estilo circense que se ha impuesto, la democracia no tiene porvenir. La República será, como ha sido, una esperanza fallida. (O)