En el video de una entrevista que se difundió hace algunos días el expresidente Rafael Correa habla del desastre que, según él, vive el Ecuador y de lo inconveniente que es cambiar generales en medio de una batalla (¿alusión a una guerra que él está creando?); también habla de sacar a Guillermo Lasso del cargo de presidente y proceder con una sucesión constitucional que no toma en cuenta al vicepresidente Borrero (ese es el camino legal de una sucesión), sino que, apelando dizque a un liderazgo con experiencia que el país requeriría, apuesta desde el fondo de su corazón (así lo consigna) por Jaime Nebot, en una invitación golpista.

No es una casualidad coyuntural que las ocurrencias delirantes de Correa, un prófugo de la justicia que por ahora reside en el Reino de Bélgica, se difundan principalmente a través de las redes sociales. Recientemente, a propósito de los modos de leer en plena pandemia, el historiador del libro y la lectura Roger Chartier ha insistido en que, bajo determinadas circunstancias, algunos mensajes que circulan por estas redes pueden constituir un riesgo para la democracia debido a que no incitan a un examen crítico sobre la veracidad de lo que allí se afirma. Esto es muy conveniente para un fugitivo como Correa.

En esa entrevista, haciéndose el loco, Correa afirma de pasadita que él no puede regresar al país (¿está ofreciéndose además como un líder con experiencia para volver a dirigirnos?), sin hacerse responsable del porqué de ese impedimento: Correa es un prófugo, es alguien que ha escapado de la ley. Correa debería estar encerrado en una celda, recibiendo a sus familiares en los días y horarios de visita reglamentarios, pagando por los delitos que cometió, por las mafias en las que participó, por los sistemas de corrupción con los que consolidó sus periodos presidenciales, por los secuestros que ordenó, por sus abusos de poder.

A pesar de este prontuario, Correa se atreve a llamar al caos, a la desestabilización y a la guerra, pues él y como sea que se llame la organización que aglutine a sus partidarios tienen interés en provocar una inestabilidad en todos los niveles de la vida social, sin hacerse cargo de la parte que a Correa y a sus funcionarios de la antigua Alianza PAIS les corresponde en torno al desastre moral en que sumieron al país, como si varios terremotos e inundaciones hubieran azotado no solo ciudades y pueblos, sino también nuestras conciencias. Correa y el correísmo practicaron la peor forma de hacer política: la que termina delinquiendo.

Correa quiere que gobierne su aliado derechista, según él, por una situación de vida o muerte. Supongo que esto no alude al plan de vacunación ejecutado por Guillermo Lasso –que ha preservado la vida de millones de ecuatorianos y que hasta ahora se ha cumplido sin actos de corrupción–, sino, acaso, a la tenebrosa inseguridad en las calles y cárceles del país. ¿Llegará el momento en que se haga justicia y Correa y sus funcionarios vayan a purgar sus delitos en un calabozo en el Ecuador? Mientras tanto, los deseos del prontuariado más tristemente célebre de este país deben quedarse presos en una celda de las redes sociales. (O)