Si al poder político no se suma el poder moral, no tendremos una república sino una ficción. Y ficción es lo que tenemos. Si a la fuerza de la ley no se suma la credibilidad de los asambleístas y de los jueces, lo que tendremos será una parodia. Si las instituciones no suscitan confianza, tendremos un cascarón de democracia. Si las empresas públicas provocan solo sobresaltos y sospechas, tendremos lo que tenemos: una falsificación de Estado.

El gobierno, la legislatura y las judicaturas, la República sin poder moral, sin ejemplaridad, sin credibilidad, no tienen porvenir. Son cascarones vacíos, mentiras institucionales.

Es hora de admitir, por honradez elemental, que en todos estos largos años de democracia no ha habido clase dirigente ni clase política capaces de construir un proyecto nacional que incluya a todos. No ha habido tampoco una sociedad civil atenta, responsable, aguda y comprometida que haya dado, y exigido, respuestas a la crisis de los partidos y las instituciones. No ha habido academia que piense al país y se duela de su dolor. No ha habido sentido de responsabilidad que permita ver más allá de los intereses y de los balances. De allí que todo se haya masificado y que, endiosando la conducta de las masas y los comportamientos de los populistas, hayamos llegado a un proceso de degradación espeluznante.

El deber de pensar

No hay que engañarse. La economía y la política sin ética son puro oropel. Mentiras siniestras. Lo que hace la felicidad política y la felicidad personal no son las cifras ni los indicadores ni el discurso político. Es la posibilidad de ser más personas, de ser ciudadanos, vecinos, trabajadores, empresarios, simplemente gente honrada, seres con valores, orientados por referentes éticos y no solo por intereses; individuos sensibles y no simples máquinas de competir o de comprar... o de votar por algún inefable cuando llega la ocasión.

¿Y la sociedad civil?

No hay que engañarse. La ley sin fuerza moral, sin prestigio y sin sentido común es una farsa. Mentira siniestra, también. El principal problema del país no es la falta de leyes. Es la superabundancia de disparates redactados como normas por una prolífica burocracia a quien se le ha transferido la potestad de legislar. El problema está en la ineficacia del sistema jurídico, en el desborde de las demandas sociales y políticas ante una estructura estatal y judicial superada por los hechos, y la consiguiente sensación de impunidad que se genera en la población. El principal problema es que hay demasiadas “fábricas” que producen mamotretos a título de leyes hechas sin consulta alguna con la realidad ni con la lógica, construidas para conciliar los más disímiles intereses de los más extraños grupos de presión. Basta examinar con algún sentido crítico lo que se produce con el nombre de regulaciones, reglamentos o contratos públicos, para concluir que el pueblo al que tanto se apela, y en nombre de quien se ejerce el poder, en realidad, es la “feria de los bobos”.

El gobierno, la legislatura y las judicaturas, la República sin poder moral, sin ejemplaridad, sin credibilidad, no tienen porvenir. Son cascarones vacíos, mentiras institucionales. ¿Cuándo entenderemos que eso de la moral es el secreto de la convivencia y la llave de la felicidad personal y política? (O)