Que las elecciones seccionales no coincidan con la presidencial tiene sus pros y contras dependiendo desde el balcón desde el cual se lo mire.

Por un lado, tiene como ventaja, para los derrotados en una elección presidencial o que no alcanzaron una curul en la Asamblea, la opción de postularse en dos años para una dignidad seccional, y viceversa; por otro lado, impide que la fuerza de una candidatura presidencial arrase no solo con el Legislativo, sino, además, con alcaldías y prefecturas; en cierta medida, es un mecanismo de equilibrio y freno a un populismo desenfrenado que puede aprovechar la simpatía del pueblo para hacerse del santo y la limosna. Todo lo referido, sumado a la complejidad extrema que significaría la logística de la votación, control electoral y conteo de votos con tantas papeletas en una misma elección.

Es precisamente por esta razón que pudieron coexistir por más de diez años Rafael Correa y Jaime Nebot, el uno en la Presidencia de la República y el otro en la Alcaldía de Guayaquil. Y digo coexistir, porque quienes vivimos esa década sabemos muy bien que Nebot fue la única cabeza levantada de oposición política con respaldo popular que tuvo que enfrentar el correísmo. El resto, o brillaron por su ausencia, o estaban ocupados haciendo business con los ingentes recursos públicos que despilfarraba la revolución ciudadana. Hago esta aclaración a propósito de esa narrativa para dummies (porque el pueblo, que es más sabio de lo que muchos piensan, no come cuento) de que, supuestamente, Correa y Nebot han sido aliados (además de culpables hasta de la muerte del mar Muerto), que por allí se difunde en redes sociales.

Coexistieron a pesar de tener un mismo electorado en Guayaquil, que, para presidente, votaba mayoritariamente por Correa y, para alcalde, por Nebot. Por ello, todos los intentos por conquistar el sillón de Olmedo, el último reducto de libertad que quedaba en el Ecuador, fracasaron.

Así también, que las elecciones seccionales casi coincidan con la mitad del mandato presidencial las vuelve una suerte de primarias para las próximas elecciones presidenciales y una suerte de medición de la popularidad del Gobierno central.

Por tal razón todo presidente en funciones, y sobre todo con aspiraciones a una reelección, aspira a lucir fuerte y poderoso en las seccionales con grandes triunfos en las principales ciudades y provincias del país. Al fin y al cabo, un presidente popular puede empujar a sus candidatos a ganar las elecciones y uno impopular, hundirlos electoralmente.

De modo que las seccionales son un desafío muy grande para el presidente en funciones, pues un descalabro de su partido en ellas podría pasarle factura en sus índices de aprobación de gestión, si son positivos, o terminar de sepultarlo, si estos ya son deficitarios. Y está de más decir que todo ello se traduce también en la influencia sobre los otros poderes del Estado y la capacidad de sacar adelante su programa de gobierno en los dos años que le restan. Sobre todo en nuestra banana republic en la que la institucionalidad depende de las encuestas. (O)