La literatura pertenece tanto a la vida como a la muerte. Y es así en el mejor de los sentidos, porque la literatura suele ser un homenaje, el destello de un tiempo remoto y perdido, el registro de una presencia que perdura en el lenguaje, una memoria. Desde hace tiempo que sigo la trayectoria, brillante y erudita, de Luna Miguel Santos, una de las escritoras y editoras más maduras y a la vez irreverentes de la literatura española contemporánea. Tan sénior como joven, lectora y experta de clásicos como entusiasta de Bad Bunny (muchos lo somos), constituye una de las voces más frescas y sólidas de la actualidad cultural en esta lengua, en el oficio de la escritura y ese, tan complejo, que es el de la lectura. Estudiosa de James Joyce y Vladimir Nabokov, como de las grandes escritoras mujeres Elena Garro, Annie Ernaux, Anne Carson o la mítica Alejandra Pizarnik.

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La relación que tenemos con quienes hacen la literatura que amamos tiene distintas características: hay escritores que nos salvan, otros que nos enferman, también hay los que simplemente nos acompañan, y eso ya es mucho. Pienso que Luna Miguel es de las autoras que nos ofrecen, como un obsequio o un desafío, la lucidez. Y en el caso específico de su poemario La tumba del marinero (La Bella Varsovia, 2013), se trata de una lucidez resiliente y telúrica, que indaga en la extraña relación que tenemos con la muerte, con los seres amados que ya se han ido o los que, tarde o temprano, terminarán yéndose, antes o después de nosotros. En ese sentido, también es un libro en donde, en concepto de Susan Sontag, la enfermedad y sus metáforas están presentes.

Es por eso que, en esta ocasión, he decidido referirme a uno de sus textos: Museo de cánceres. Se trata de uno de los poemas de ese libro y una de las más bellas piezas literarias que he leído sobre la enfermedad y la literatura, y que llegó a mis ojos como generoso obsequio de una lectora de Luna Miguel. Probablemente escrito a partir del cáncer que padeció y que se llevó a la madre de esta autora, la reputada editora Ana Santos Payán, el poema repasa los cánceres que han tenido que enfrentar sus seres más queridos, incluyendo las escritoras y escritores de sus amores. En el poema hace el ejercicio de registrar el nombre de la persona, su estado (si está viva o muerta), así como la clase de cáncer que padece o padeció. “Luna Miguel Santos: viva / cáncer de azúcar -Ana Santos Payán: viva / cáncer de mamá -Pedro Miguel Tomás: vivo / cáncer de salud”. Y así, llega a esos afectos que nos acompañan en la vida con palabras: “Roberto Bolaño: muerto / cáncer de probabilidades”. “David Foster Wallace: muerto / cáncer económico”. “Clarice Lispector: muerta / cáncer de audacia”. “Alejandra Pizarnik: muerta / cáncer de jaula”. “Miguel Hernández: muerto / cáncer de luna”. “Jorge Luis Borges: muerto / cáncer de viuda”. “T. S. Eliot: muerto / cáncer fenicio”. “Antonio Machado: muerto / cáncer de Leonor”. “Virginia Woolf: muerta / cáncer de agua”. “Emily Dickinson: muerta / cáncer de coño”. “Anne Sexton: muerta / cáncer de coño”. “Sylvia Plath: muerta / cáncer de coño”.

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Entre los vivos que registra el poema, constan: “Javier Marías: vivo / cáncer pesado”. “Enrique Vila-Matas: vivo / cáncer de Enrique Vila-Matas”. “Rodrigo Fresán: vivo / cáncer inquietante”. “Ben Brooks: vivo / cáncer cervatillo”. El poema, escrito hace algunos años ya, me invita a pensar en el paso del tiempo sobre los afectos. ¿A quiénes incluiríamos en nuestro museo personal de enfermedades? La literatura, al tener tanto que ver con la muerte y la memoria, tiene demasiado que ver con el amor. El 11 de septiembre de este año murió Javier Marías en Madrid, víctima de una neumonía bilateral, causada aparentemente por el COVID-19. Sobre Marías escribí mientras vivió, con admiración, con devoción, con el deseo de leer lo que él leía y escribir, si los astros se alineaban, como escribía él. Y como suele suceder con los ídolos, conservé siempre la esperanza de conocerlo, no solo en sus fascinantes novelas, sino saludarlo, decirle cuánto lo quería y lo bien que me había hecho leerlo. Esta es la primera vez que escribo sobre Marías después de su muerte. Y descubro que el luto, quizá, es otro de los temas fundamentales que conoce Luna Miguel y sobre los que reflexiona en su extensa obra literaria, pero el de ella es un luto con lucidez, siempre con su lucidez. Entonces pienso: “Javier Marías: vivo / cáncer de aire. Javier Marías: vivo / cáncer de lenguas. Javier Marías: vivo / cáncer de Oxford”.

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Por lo demás, Luna Miguel también es actriz, y además de los papeles escenificados en los teatros españoles, se representó a sí misma en la segunda temporada de Valeria, una serie de Netflix. Ha dicho —y espero parafrasearla adecuadamente— que el deseo de ser madre se confirmó luego de la muerte de la suya. No ha sido fácil asumir que su madre no pudo ejercer como abuela de su hijo, pero Ana Santos Payán está muy presente en esas sincronías, por lo tanto, en el hoy: en la maternidad, el amor a los libros o la lectura de los clásicos. Sus más recientes obras son el poemario Poesía masculina (La Bella Varsovia, 2021) y el ensayo Leer mata (La Caja Books, 2022). En otra ocasión, escribió un ensayo sobre la masturbación femenina y otros sobre la creación literaria, el deseo, el placer y el poliamor, que ella lo conoce y ha practicado, así como lo ha reflexionado con su pareja, el filósofo Ernesto Castro. Escribo sobre ella a propósito de su visita en estos días a mi alma mater, la Universidad de Nueva York, que cada año forma nuevas voces de la escritura en esta lengua. Por suerte, para la lengua, y ojalá por muchos años más, podremos decir: “¡Luna Miguel Santos: viva!”. (O)