En el metro de Quito se han invertido más de 2.000 millones y todavía no funciona. Tenemos la costumbre de que en las fiestas de alguna ciudad el presidente de turno se presenta con un regalo. Esta vez el presidente anunció que el Gobierno central aportará alrededor de $ 150 millones de dólares adicionales a los $ 750 millones previamente asumidos. A final de cuentas, Gobierno central estaría pagando casi un 50 % de la construcción de una megaobra de infraestructura que beneficia principalmente a los ciudadanos de una sola ciudad. Y después probablemente vendrá la cuenta del pasaje subsidiado.

Esta tradición de clientelismo político desde la Presidencia nos acompaña desde la fundación de la República. En abril de 1830, el entonces prefecto José Joaquín de Olmedo le envió una carta al primer presidente, Juan José Flores, quejándose de una situación similar: la apertura de un camino entre Ibarra y Esmeraldas. Olmedo escribió:

“¡Ojalá que todo el territorio de la República estuviese arado de caminos y canales!... El gobierno debe promover y proteger semejantes empresas; y cada Departamento tiene derecho de procurarse cuantas ventajas le brinde su clima y su localidad. Y este derecho debe ser subsistente aun cuando las ventajas que se proponga cada país no sean del todo compatibles con las de los pueblos vecinos; pero la justicia también exige que los trabajos y costos de las mejoras particulares de cada territorio, salgan de sus propios fondos, pues sería duro y violento obligar a los pueblos perjudicados a costear las ventajas ajenas, y pagar su propio daño.

... El camino de Esmeraldas es útil a otro Departamento; pues debe ejecutarse, aunque perjudique a los intereses de éste; pero obligar a este Departamento a que contribuya a su perjuicio, es sujetarlo, contra los principios de la justicia natural, a que se labre su propia decadencia y ruina”.

Olmedo intentaba defender el modelo federal bajo el cual se fundó Ecuador. La idea era recuperar la vieja tradición hispana en la que figuraban como protagonistas de la vida pública los cabildos, antecesores de los actuales municipios. Esta era una sana tradición que se fue perdiendo con los intentos de centralizar la administración de todos los reinos de ultramar del Imperio español bajo los Borbones. Esta centralización dio paso al descontento que culminó en las guerras de la independencia.

Lejos de recuperar y mejorar ese modelo de administraciones locales, cuyo núcleo es que las competencias de gasto sean correspondidas por lo que recaudan esos gobiernos, en muchos países de América Latina —Ecuador incluido— eso fue abandonado y se fortaleció el centralismo.

Esto acentuó las discordias entre las regiones y ha socavado la libertad de los ciudadanos para “votar con los pies” migrando de un cantón a otro. Además, se nos ha privado del beneficio de la competencia tributaria y regulatoria.

Se pretendía lograr una mayor unidad nacional mediante un sistema unitario de administración, habiendo por el contrario fomentado un malsano regionalismo. También, se ha estimulado un dispendio de recursos públicos que difícilmente se hubiese dado si cada región autónoma hubiese tenido que soportar la carga del gasto. Pero así como estamos, nuestros políticos viven en “un mundo sin límites”. (O)