Me pregunto si nuestro presente es tan catastrófico como lo anuncian los medios. Si el mundo está en llamas y la invasión rusa a Ucrania es un déjà vu de la ocupación nazi de territorios históricamente considerados propios. Si viviéramos en la realidad de CNN, tendríamos todos un calendario para marcar cada día nuestra aproximación ineludible al fin del mundo. ¿Es razonable andar tan apocalípticos?

Me pregunto si a nosotros, simples mortales que vivimos en los márgenes y las tangentes, todavía nos está permitido fracasar o triunfar individualmente, y si ese fenómeno suma a los fracasos y éxitos de un planeta que flota en un universo en movimiento infinito. ¿Será que los fenómenos políticos y financieros nacionales e internacionales pesan en la vida tanto, más o menos que las pequeñas alegrías y tristezas íntimas y cotidianas? ¿Cuánto de la vida la ocupa ese barco donde navegamos todos sin distinción de lengua y geografía, y cuánto las suertes y desgracias privadas? Todo está conectado, dicen los sabios.

¿Será que los fenómenos políticos y financieros nacionales e internacionales pesan en la vida tanto, más o menos que las pequeñas alegrías y tristezas íntimas y cotidianas?

Cuando el morbo me tienta acudo a Twitter a ver qué dice la gente sin verdadero poder desde sus aparatos intrascendentes y sus opiniones fáciles y desinformadas. Cantantes en un barco timoneado por capitanes que los oyen como quien escucha llover. Incluso a sirenas como Greta Thunberg, los capitanes de este barco las tratan como a Casandras que anuncian, predicen y alertan, pero a quienes deciden ignorar obsesionados como están en la caza de alguna ballena o el arribo a algún puerto antes que otros navíos.

Emmanuel Macron: “Estamos viviendo el fin de la abundancia”

Son dos las preguntas esenciales que me hago mientras avanzo a tientas sobre la cuerda floja en que se ha convertido la vida: si el destino comunitario pesa más que el individual; si de hecho existe el destino individual desligado del camino que transitamos como humanidad. El millón de refugiados ucranianos en Alemania me duele en teoría: su desamparo, víctimas de una agresión quizá prevenible. Pero también existen concretamente en mi día a día: compran la última coliflor del supermercado de mi barrio, ocupan la última plaza en el curso de alemán donde quería participar, inscriben a sus hijos en la guardería donde ya no hay cupo para mi niña.

Todo acto de solidaridad empieza por reconocer el fin de la abundancia para nosotros y el inicio de una era de compartir. Se vivió en Ecuador con los refugiados venezolanos; lo vivimos en Alemania hace tan solo unos años con los sirios, y hoy nuevamente con los refugiados ucranianos que no paran de llegar mientras el entusiasmo y la apertura inicial con que se los recibió van cediendo paso al temor.

Es el fin de la abundancia, anunció el presidente de Francia hace unas semanas. Y ni siquiera se refería al peso de los refugiados. Hablaba de la contracción económica pandémica, de la crisis energética derivada de la dependencia del gas ruso, de la reducción del consumo a consecuencia de la inflación, de la carestía de agua y alimentos a causa del calentamiento global. Es fácil ser solidario en la abundancia. El reto es compartir cuando hay poco y los heraldos negros anuncian que habrá aún menos. El verdadero reto es la esperanza. Es ser uno y todos a la vez. (O)