En la segunda década del siglo XXI todavía estamos hablando de controlar los precios a los alimentos. El objetivo de permitir que el grueso de la población tenga acceso a una alimentación básica es loable, pero la política de controlar precios es anacrónica, ineficaz y distorsionante. El argumento más importante en contra de su aplicación es que a menores precios al consumidor corresponden menores ingresos a los agricultores. Análogamente, a mayores precios al consumidor les corresponde un mayor ingreso rural. No es necesaria una formación económica para entender este argumento.

Hace medio siglo el objetivo de los países era la industrialización, que se alcanzaría mediante un sacrificio de la agricultura en aras de la industria. Es decir, el método era congelar los ingresos del campo para que el obrero pudiera tener acceso a los alimentos en las ciudades. Al mismo tiempo, se reconocía la presencia de la pobreza en los campesinos y se trataba de levantar los precios en el campo. Los objetivos eran contradictorios. En gobiernos con un estatismo marcado, las empresas públicas compraban a precios altos en el campo y los vendían barato en las ciudades. En el caso peruano, el déficit de estas empresas detonó la hiperinflación de fines de los noventa.

Tarifa social móvil y de internet con énfasis en el sector rural fue parte de la mesa de control de precios que quedó en suspenso

La industria propone una franja de precios para el maíz, productores en cambio ven imposible fijar piso o techo a la gramínea

La agricultura ecuatoriana tiene que ser protegida de los mercados internacionales, sobre eso no hay discusión. La alcaldesa de Guayaquil dio una señal reveladora durante el paro indígena, cuando mencionó que si los alimentos no llegaban de la sierra se los compraría en los mercados internacionales. En dichos mercados los alimentos son baratos y lo son porque los países avanzados aplican enormes subsidios a sus agriculturas, lo cual genera un excedente que tiene que ser colocado a precios bajos en los mercados internacionales (dumping). La agricultura ecuatoriana no puede, ni debe, competir con estos precios subsidiados.

La prohibición de importaciones, o la emisión de permisos de importación, son también herramientas del pasado.

La prohibición de importaciones, o la emisión de permisos de importación, son también herramientas del pasado. La agricultura se protege con aranceles a la importación de alimentos, que no solo generan recursos al fisco, sino que estabilizan los precios internos y les da un piso (especialmente si se usan aranceles flexibles), que sería el equivalente a un precio doméstico de sustentación.

Otro argumento en contra del control de precios es la dificultad de hacer cumplir los precios oficiales. Las imágenes de los intendentes saliendo en televisión confiscando alimentos a los comerciantes que no venden al precio oficial, son un sainete. Sabemos que apenas se van las cámaras todo sigue igual. Quizás algún comerciante sufrirá el castigo oficial, así como también el escarnio popular, convirtiéndose así en otra víctima de las políticas públicas erradas.

La mesa de diálogo sobre el control de precios es, pues, una pérdida de tiempo. Si bien es cierto que la meta de disminuir la desnutrición es meritoria, el control de precios es un remedio peor que la enfermedad. Quizás la dirigencia indígena ya sepa esto y está preparada para reaccionar cuando ningún problema sea resuelto con estas medidas. (O)