No se había visto nada igual desde el Maleconazo de 1994. La vida, que desde 1959 era una mezcla de compromiso, retórica y precariedad, volvía a ser inaguantable como en el periodo especial. La escasez de comida, el racionamiento de alimentos y medicamentos, todo tipo de restricciones, más la incompetencia del gobierno, lanzaron a miles de cubanos a las calles. En medio de la pandemia por el coronavirus se cobró conciencia de una pandemia aún más cruenta y duradera: desde hace seis décadas, los que prometieron el gran cambio -como sugiere Martín Caparrós- detienen cualquier cambio, en nombre de los cambios que siguen prometiendo. Las protestas empezaron en San Antonio de los Baños y su eco retumbó en las principales ciudades de Cuba. Fue el 11 de julio de 2021 y los días siguientes. Díaz-Canel ordenó la represión y convocó a sus seguidores a combatir la protesta contrarrevolucionaria. Aquella parte, siempre tan nula, de la dizque intelectualidad progresista de América Latina guardó silencio, como ha sido su cómoda costumbre. Una voz, sin embargo, retumbó: “Es irresponsable y absurdo culpar y reprimir a un pueblo que se ha sacrificado y lo ha dado todo durante décadas para sostener un régimen que al final lo que hace es encarcelarlo”. Esa voz era Pablo Milanés.

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En el Conservatorio Municipal de La Habana había confirmado su amor a la guitarra. Entendió que la música, además de ser testigo de la historia, se conecta con las emociones, con el espíritu. Por eso en sus inicios exploró el feeling, estilo o movimiento de la música cubana de la década de los cuarenta. Del jazz aprendió el sentido difuso de la memoria y la alquimia, así como la improvisación o, lo que es mejor, el beat (ritmo, latido, golpe, estallido, derrota), o la necesidad de vivir en el aquí y el ahora. Los trovadores medievales, inventores del amor en Occidente, le recordaron con su legado que el lenguaje de la música y el de la palabra pueden alcanzar una luminosa sincronía. Indagó en el folk, porque le conectaba con la voz de todos, sobre todo de los que estaban al margen. Entendió el sabor corporal del swing. Hay que tomar en cuenta todo esto, y la Revolución Cubana, armazón del intelectual latinoamericano o su lugar común en el lenguaje, para entender el nacimiento de la Nueva Trova en la década de los sesenta, que entre sus máximos exponentes tuvo a Silvio Rodríguez, Noel Nicola, Sergio Vitier y Pablo Milanés, entre otros. La nueva canción que propugnaron buscó que ese sentimiento primario tuviera un sentido histórico y, por lo tanto, consciente frente al devenir del tiempo. Quisieron comunicar una esperanza en el ser humano y su destino, a partir de su capacidad colectiva de combatir el dolor y la injusticia.

La voz de Milanés se constituyó en un espacio común para el continente. El amor podía o debía entenderse como un acto revolucionario, por su poder transformador, por su transparencia y deseo de futuro. No tardó en entablar amistad e intercambiar influencias con muchas de las icónicas figuras que nos ayudaron a construir el imaginario latinoamericano y del aún mayor espectro de la lengua que hablamos: la mítica Violeta Parra, Chico Buarque, Mereces Sosa, Luis Eduardo Aute o Joan Manuel Serrat. Más tarde, con él colaboraron Joaquín Sabina, Fito Páez, Marco Antonio Solís y sus hijas Suylén (+) y Haydée Milanés. En “El breve espacio en que no estás” encontramos la nostalgia que conecta al siglo XX entero con los más sutiles detalles que configuraban una intimidad, en ese entonces contemporánea: los restos de humedad, los olores, el sentido de una canción con pensamiento y compromiso, la articulación de un tiempo en que el amor tuvo que volverse a parir sin las arras de la burguesía, el acto de resistir, la incertidumbre. Hay la testificación de un tiempo y sus valores: “Suele ser violenta y tierna, no habla de uniones eternas, más se entrega cual si hubiera sólo un día para amar”.

Cinco canciones de Pablo Milanés para el recuerdo

A América Latina, hoy tan inmersa en el laberinto de su soledad, Milanés le ofreció un espacio consistente. En una canción, ya histórica, promete pisar las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentada, y en una hermosa plaza liberada, detenerse a llorar por los ausentes. Fue su grito contra las atroces dictaduras del Cono Sur. Y tampoco fue complaciente, al menos en ciertas etapas, con esas otras dictaduras a las que las grandes voces latinoamericanas justificaban, con su silencio, todos los horrores. En su juventud, en el éxtasis de la Revolución, fue confinado a trabajo forzoso en la Unidad Militar de Ayuda a la Producción (UMAP), en el centro de Cuba. Luego de fugarse estuvo preso en fortaleza La Cabaña y después en un campamento de castigo, en el furor del rigor estalinista. Cerraría por siempre los ojos esperando que su gobierno le pida perdón por esos días. Eligió vivir en Cuba, aunque sus últimos años los pasó en Madrid. Apoyó, con sus divergencias y su capacidad crítica, la resistencia que en la opinión de tantos la isla encarnaba frente al auge de un capitalismo que imponía, a la brava, el dominio del dinero sobre el ser humano. Tuvo, durante mucho tiempo, la esperanza de que la revolución en su patria lograra trascender y dejar de ser una diminuta pesadilla autoritaria en un mar exótico del mundo. Y con esa esperanza cantó.

Esta fue la última vez que Pablo Milanés cantó en Guayaquil

En silla de ruedas, ya preso de una salud paupérrima, acudió a la librería Alberti de Madrid, para abrazar a Sergio Ramírez. Era la presentación de la novela que al escritor nicaragüense le costó el exilio y el odio de esa otra revolución decadente y asesina, convertida en aquello que prometieron combatir. Milanés, que buscaba estar lejos de la decadencia y el fanatismo, prefirió la admiración y la amistad de Sergio. Era ateo, pero no se libró del endiosamiento al que tan acostumbrada ha estado siempre la izquierda continental. Lo aclamaron dios pese a sus dudas y críticas, porque a un músico, que cantaba lo que querían oír, se le puede perdonar las excentricidades. Y cuando parecía que había alcanzado la muerte como un ídolo coherente, una denuncia de acoso sexual salió a la luz. Los hechos habrían sucedido en Quito, cuando la presunta víctima tenía 17 años y él 48. Habría presionado a una menor de edad para tener relaciones sexuales, sin lograr este objetivo. Hay quienes, al enterarse de este acoso, han publicado en redes sociales que no volverán a escuchar la música de Pablo Milanés. ¿Hay que cancelarlo? Por supuesto que no. Este repudiable incidente, de confirmarse (aunque él ya no esté aquí para aportar con su versión), corroboraría lo que ya sabemos y debemos combatir hasta erradicar: la existencia de una cultura de acoso a las mujeres en América Latina, que sigue vigente. Una masculinidad machista, que en todas las esferas fue y es proclive al ejercicio de distintas formas y niveles de violencia contra la mujer. Posiciones de poder y de fama que a lo largo de la historia normalizaron el acoso y la impunidad. Milanés, como todo ser humano, fue hijo de su tiempo, por lo tanto de las complejidades, violencias y contradicciones de ese tiempo. La existencia de la denuncia no implica la anulación de Pablo, sino la posibilidad de reflexionar sobre un problema estructural y generalizado. La cancelación sólo debe operar frente al machismo y la violencia, tan arraigadas en la sociedad, jamás a la música de Pablo, que puede y debe resistir esa complejidad y la claridad de ese contexto.

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El espacio de Pablo Milanés es, entonces, un espacio mortal y por eso tan importante. El trovador que procuró ser crítico del gobierno revolucionario sin dejar de creer en la pertinencia de una revolución. El latinoamericano que cantó contra las dictaduras, la pobreza y la injusticia. El ídolo que prefería ser un rabo de nube, un torbellino en el suelo, una gran ira que sube. El artista privilegiado en una isla de pobreza, al que pese a las críticas siempre le permitían volver. El compositor que a la madre de sus hijas le escribió que su soledad se siente acompañada con su mano, “eternamente tu mano”. El padre cuya hija, para hacerse una carrera en la música, tuvo que evitar el apellido paterno para no recibir la condescendencia ni la sombra en la industria. El poeta. El fundador de un nuevo movimiento de la música popular. El presunto autor de un acoso a una adolescente de 17 años. El ateo al que durante décadas le rezaron los feligreses de la izquierda latinoamericana. El cuerpo frágil que se apagó en Madrid, tan lejos de aquel 24 de febrero de 1943 en que había venido al mundo. El sobreviviente a una revolución que llegó a su isla y prometió transformarla -como hasta ahora, una y otra vez, cual eco vacío- en algo grande. El ser humano. Una voz. Una cadencia o la memoria nostálgica o brutal de ciertas letras. Un lugar en los afectos. Un espacio, breve, brevísimo, como las nubes. (O)