El lunes próximo irá personalmente a la Asamblea, ha dicho el presidente Guillermo Lasso, a entregar su proyecto de reformas a la Ley de Educación Superior que, como prometió en campaña y ha seguido señalando ahora en el poder, devuelva una “Universidad libre” y a sus estudiantes, la libertad de elegir la carrera a la que quieren dedicar su vida.

No conozco el nuevo proyecto de ley aún, pero he trabajado 28 años en una universidad, y tengo relativa buena memoria de hechos históricos, de esos que los políticos tradicionales tratan que la gente borre rápidamente.

Por tanto espero primero que la universidad libre a la que se refiere el mandatario no derive jamás en libertina, como ocurría al momento de la reforma de 2008 que se engendró en Montecristi, desde el mandato 14, cuando muchos institutos tecnológicos poco regulados, más la oferta de carreras cortas, que acreditaban en dos, hasta en un año, estar listos para el mercado laboral, dio sustento a que el gobierno de la entonces Alianza PAIS cierre las universidades “de garaje”, algunas acertadamente; otras con motivaciones ideológicas y con el telón de fondo de querer equiparar a porrazos la educación superior local, a la del primer mundo.

Si entonces los estudios señalaban que las universidades sacrificaron calidad por brindar una oferta acorde al mercado laboral, tampoco ha sido fructífero el otro extremo, en el que se exigió con la reforma ejecutada por el caballero de los lentes rojos, una suerte de hipercalificación del profesional, con la plausible idea de que sirva mejor a su empresa y al país, pero que a la larga se ha convertido en un peso para muchos que buscan los escasos empleos que existen y que son desechados a la primera porque, con maestrías y doctorados, el costo laboral se torna muy incómodo para ciertos empresarios.

Si antes, presidente Lasso, se justificó el cambio en que los ‘productos’ salidos de la educación superior eran muy ligths, ahora el boom de maestrías, muchas de ellas financiadas por el Estado, no ha resuelto el problema: los magísteres buscan como opción válida la docencia, muchos de ellos sin experiencias que transmitir, y donde tampoco hay capacidad para recibirlos a todos. Tienen legítimas aspiraciones de ‘recuperar’ la inversión que significa una maestría, pero aún no aparecen las condiciones para hacerlo.

Esos son los dos extremos a los que me referí antes, y anhelo que el cambio que se viene esté justo en la mitad para, sin sacrificar calidad, se den posibilidades reales de desarrollo a quienes se frustran con un megatítulo bajo el brazo.

Y la libertad de elegir. Apoyo total. Porque si la reforma que nació en 2008 satanizó las ‘carreras cortas’, en cambio las remplazó con golpes de autoridad que mediante un examen polémico le daba la potestad al Gobierno de decidir qué debía estudiar cada quien, aunque sus sueños sean otros. Convertir al músico nato en un agroexportador forzado no es lo que necesita el país. Eso tiene que cambiar definitivamente, con una buena estructura de guía vocacional.

Tengo muchas expectativas por conocer el cambio que se va a proponer; y más aún porque la Asamblea lo debata, mejore y apruebe. (O)