Han ocurrido cosas interesantes en el ámbito ecológico, durante las últimas semanas. Relacionada con una demanda puesta por personas afectadas con el deterioro del río Monjas, la Corte Constitucional emitió una sentencia favorable a los derechos de la naturaleza que nuestra Constitución pretende defender, obligando al Municipio Metropolitano de Quito a garantizar condiciones ambientales aptas para la ciudadanía. Para ello solicita la elaboración de un código “verde-azul” que dé las pautas tanto para el manejo de lo ambiental (“verde”) como para la recuperación y descontaminación de nuestros ríos (“azul”). Si bien dicha sentencia es algo ingenua respecto a los plazos establecidos y las ambiciones de sus objetivos, no deja de ser un precedente válido e importante para que en otras partes del país surjan demandas judiciales a favor de rescatar los entornos naturales deteriorados por los humanos. Sueño que demandas y sentencias similares ayuden a rescatar la cuenca del Guayas y al estero Salado.

Y es que –al final– los derechos de la naturaleza que definió la Constitución vigente son –en realidad– derechos de los seres humanos a un entorno sano, saludable y sustentable.

Vivimos en una época donde predomina la ilusión de lo ecológico. Actualmente, “consumimos” ecología de dos maneras: la primera es expiatoria. No queremos salvar al planeta; nos conformamos con sentir y creer que lo estamos salvando. No interesa saber el impacto que tenga nuestro proceder. Con reusar las fundas del supermercado, y evitando el uso de sorbetes plásticos, sentimos que hemos hecho nuestra parte y que nadie puede venir a reclamarnos nada al respecto. La segunda forma es el consumo de lo ecológico como moda. Si algo se ve ecológico, lo compramos y lucimos con orgullo. En cierta forma, esta tendencia no tendría nada de malo si verificáramos que lo consumido no solamente luce como beneficioso para el planeta, sino que realmente lo sea. Pero en la lamentable mayoría de las ocasiones el consumidor se conforma con creer lo dicho por el vendedor. Sin pensamiento crítico por parte de nosotros como consumidores, lo ambiental abre una oportunidad perfecta para estafadores.

Vale reflexionar sobre qué es lo que vuelve ecológico a un producto, a un servicio o a un inmueble. Uno debe preguntar y entender los parámetros utilizados para dicha categorización, los cuales pueden ser muy ambiguos y flojos por mucho respaldo que puedan tener a nivel internacional.

Debemos evitar el famoso “green is the new black”.

Durante los dos últimos viernes se dio fin al ciclo de conferencias titulada “Catalyzers of Future Ecologies”; organizada por profesores del Colegio de Arquitectura y Diseño Interior de la Universidad San Francisco de Quito. En una de dichas presentaciones, le pregunté a David Heymann, profesor de la Universidad de Texas en Austin, cómo poder diferenciar lo que es sostenible de lo que simplemente es un maquillaje ecológico. Su respuesta fue certera: “Lo que realmente es bueno para el ambiente suele presentarse como una experiencia. No es algo que deba ser explicado como ecológico, ni algo que se limite a la simple percepción visual”. (O)