Mussolini hizo alguna vez esta bárbara afirmación: “Ya sabéis lo que pienso sobre la violencia. Para mí es profundamente moral, más moral que el compromiso y la transacción”.

La democracia liberal, con todas sus imperfecciones, es el mejor invento de la cultura occidental para racionalizar el poder...

Han sido temas constantes en la política el delirio por la violencia, su justificación y la construcción de teorías para legitimarla como método para llegar al poder, destruir a los enemigos e inaugurar una presunta justicia. La guerrilla, los golpes de Estado, la movilización permanente, la rebelión, las conspiraciones contra el establecimiento y, por cierto, el terrorismo, obedecen al discurso de Mussolini.

El comunismo, como el fascismo, endiosan la violencia. Tras de ella está una especie de “derecho de conquista” que conduce a la imposición de una ideología y de una vida social sometida a la servidumbre. Caudillos, dictadores, conspiradores, presidentes autoritarios, intelectuales, revolucionarios y una enorme masa de ingenuos creen que la fuerza es la solución, que se justifica el ataque como alternativa y respuesta, que se justifican el odio, la lucha de clases, la molotov y el incendio.

Pero la inmoralidad esencial de la violencia no se remedia ni con la presunta legitimidad de sus fines, ni con la rabia que satisface, ni con el odio al enemigo, ni con la invención de razones para encubrir los afanes de dominio. La violencia es violencia, y cualquiera que sea su signo político, su bandería o su discurso, es recurso a la irracionalidad, apelación al abuso, muerte de los derechos, condena a la dignidad y a las libertades. Las revoluciones tienen ese veneno. Los golpes de Estado encapsulan esa serpiente. Las tiranías ejercen el cinismo que alienta la fuerza.

La democracia liberal, con todas sus imperfecciones, es el mejor invento de la cultura occidental para racionalizar el poder, limitar sus apetitos y someter a la fuerza, procurar que la violencia no sea derecho y que la venganza no sea arma que explote quien manipula a las masas, quien aliente asonadas y tumultos.

La democracia no es solamente un método electoral para elegir autoridades. Es tolerancia, respeto a la opinión ajena; es el sistema que articula e institucionaliza los reclamos y la conquista de los derechos. Es lo opuesto a la violencia.

No es legítimo darle tono democrático al delirio de la violencia, ni a la de los tumultos ni a la del terrorismo. No es ético disfrazar de justicia a la venganza, ni encubrir con sus métodos ninguna ideología.

Venezuela es ejemplo de la violencia sistemática. Cuba lo es de la eternidad de los métodos violentos. Augusto Pinochet (en Chile) lo fue. Y son trágicos ejemplos los de todos los redentores que han gobernado con el empleo del engaño, la corrupción y la persecución.

América Latina está llena de historias de violencia. Desde la guerra civil de la independencia, sus innumerables dictaduras, sus caudillismos, y esa legión de “gendarmes necesarios” que prosperan con el aplauso de los desmemoriados. La violencia es un delirio, es la locura que nos niega como seres humanos, la que nos falsifica. La que convierte las reivindicaciones en aventuras suicidas. (O)