“Debate: Dícese de todo lo contrario a lo que algunos ecuatorianos vieron en recitaciones sin esmero de muchos candidatos durante eventos que organizó, con membrete de obligatorio, el Consejo Nacional Electoral, en días recientes”.

Este concepto ficticio ha sido tomado del “Diccionario de la cruda realidad”, que en Ecuador no requiere de mucho esfuerzo para ser eficaz. La “discusión” y la “controversia” que exigen las raíces latinas de la palabra Debate fueron, paradójicamente, lo más ausente en esa propuesta formateada con un estricto control de tiempos y turnos, que poco o nada abonan al real conocimiento del ser humano, profesional, político o improvisador que está tras el cartel promocional.

¿Es en realidad el cronómetro la principal herramienta para conocer un plan de trabajo en 45 o 60 segundos? ¿Es el sorteo lo fundamental para decidir quién habla con quién (porque de “interpelación” poco o nada hubo) en el momento medular del evento, justo cuando quedaba perfecta una discusión ampliada y espontánea, bien moderada? ¿Es la ausencia del evento en medios tradicionales ideal para la difusión de dichas propuestas, con la idea preconcebida de que actualmente solo los medios digitales son los que llegan al electorado joven?

Más propuestas y menos ataques, la observación de los moderadores de los debates electorales a los políticos y candidatos

Producto de todas estas dudas surge otra terminología preocupante, tomada del mismo Diccionario de la cruda realidad, y que tiene que ver con el desperdicio de los insumos que pudo dejar un debate castrado, que se quedó en la emisión del momento y no trascendió.

Si el enfoque de los debates era hacia el electorado joven, estuvieron absolutamente desenfocados...

“Debate desperdiciado: Dícese de la acción contemporánea de poner a hablar con turnos rígidos y sin confrontación real a un grupo de candidatos, quienes luego, al igual que el organizador, no hacen mayor uso, o quizás ninguno, de todo el material que el evento generó, en la infinidad de plataformas de la comunicación actual”.

Entre dimes y diretes

En total, 635.000 adolescentes están aptos para votar el 5 de febrero, y son parte de un total aproximado de 7,2 millones de menores de 40 años que podrán ir a las urnas, con aires triunfales, porque equivalen al 54 % del padrón. Si el enfoque de los debates era hacia el electorado joven (mileniales, centeniales y generación T), estuvieron absolutamente desenfocados en forma y estrangulados en fondo, porque algunos candidatos, por el apuro, más que desenredar su discurso, lo oscurecieron más.

Los jóvenes tienen ahora otras dinámicas de información. Sin duda la gran mayoría no se enteró del debate, sino después del debate, cuando circularon, en algunos casos con intensidad, los cortes de video que favorecían a tal o cual postura, y allí es cuando las estrategias digitales los “atrapan”. Varios candidatos no implementaron las alertas ni utilizaron una serie de apps ya disponibles para atraerlos, como la tan exitosa Lensa, que coloca a los personajes en los más curiosos y atractivos contextos, supuestamente fungiendo de astronauta o con indumentaria de Indiana Jones, que podría hacer clic con la audiencia joven, y de mayor utilidad que el desempolvado Maná, maná que uno de ellos baila. Esta elección debería poner los santos óleos a esquemas de comunicación política que ya no resisten más remiendos. (O)