El 23 de julio de 1976, una madre caminaba junto con su hija por el malecón de Salinas. De repente, de un edificio cercano, cayó un martillo. El martillo impactó la cabeza de la hija y, desgraciadamente, ella falleció a las pocas horas. Luego de algún tiempo, la madre inició un juicio contra la constructora, reclamando una compensación en dinero por el daño que había sufrido. Ese daño no era económico sino emocional: el dolor causado por la pérdida del ser querido.

El 21 de enero de 1983, la Corte Suprema de Justicia dictó sentencia. Los jueces reconocieron que el accidente había sido culpa de la constructora. Entre otras cosas, la constructora violó una ordenanza municipal que la obligaba a construir un soporte peatonal. Pero los jueces tuvieron un difícil momento a la hora de determinar el daño. No existía una disposición legal que reconociera que el dolor emocional era un daño indemnizable, ni, en consecuencia, criterios para cuantificarlo. La Corte hizo un par de maromas mentales y mandó a compensar a la madre con base en lo establecido en el Código del Trabajo (¿?).

El 4 de julio de 1984, el Congreso aprobó una ley que introdujo la figura del “daño moral”. Según esa ley, puede demandar una indemnización pecuniaria todo aquel que ha sufrido daños “meramente” morales. La cuantificación queda librada a la “prudencia del juez”, quien, para el efecto, deberá considerar la “gravedad” del “perjuicio” y de la “falta”.

Tiene sentido compensar por el dolor que producen las afectaciones a bienes no patrimoniales. Esos bienes deben protegerse con más recelo que los bienes patrimoniales. Cosas como la reputación, el honor, la compañía de los seres queridos, la paz emocional y la autoestima son más importantes que las casas y los carros.

Pero la figura del daño moral plantea algunos problemas.

Desde el punto de vista práctico, el daño moral puede afectar el ejercicio del derecho a la libertad de expresión y puede crear “loterías judiciales”. Si cualquiera puede iniciar un juicio porque tal o cual declaración ofendió sus sentimientos, las personas van a empezar a autocensurarse para evitar ser demandadas. Y si, como es el caso del Ecuador, no hay parámetros claros para cuantificar la indemnización, la gente va a empezar demandas millonarias para ver si hace su agosto.

Desde el punto de vista filosófico, el daño moral también presenta un problema.

Este problema es poéticamente explicado por el personaje de Rubén Blades en The Counselor: “Cuando se trata del dolor, las reglas normales de intercambio no aplican. El dolor trasciende al valor. Un hombre daría naciones enteras por sacar el dolor de su corazón. Y, sin embargo, no se puede comprar nada con dolor. El dolor no vale nada”.

Vamos para los cuarenta años de la ley de daño moral. Es hora de evaluar sus resultados y analizar cambios. Tal vez no exista otra vía que la de aplicar las normas del intercambio al dolor. Pero donde sí hay alternativas es en la restricción de la aplicación del daño moral a casos en que no entre en juego la libertad de expresión y en la determinación legal de criterios objetivos para su cuantificación. (O)