Armando Chaguaceda y Felipe Galli * / Latinoamérica21

En dictadura, las elecciones -llamémosles mejor votaciones- sirven para algunas cosas. Pese a no ser, como sí ocurre en democracia, mecanismos para renovar pacífica y periódicamente el poder, esos comicios sirven como adorno para la validación formal -dentro y fuera del país- del gobierno autoritario. Las votaciones también sirven como herramientas para cooptar y movilizar a simpatizantes, asediar y desmoralizar a opositores e informar al propio gobierno del real apoyo popular.

El domingo 26 de marzo tuvo lugar en Cuba las elecciones generales, cuyo propósito nominal es renovar los 470 escaños de la Asamblea Nacional del Poder Popular, máximo órgano legislativo (nuevamente, nominal) del país caribeño. Ocho millones de electores registrados reciben una boleta en la que figuran, ya designados, los diputados que representarán a su municipio. Se le darán pocas opciones: votar por toda la lista, votar a uno de la lista o, en el caso de los municipios con tres diputados o más, votar a algunos y descartar otros. Sin posibilidad de rechazar la lista completa. No existe, pues, competencia alguna. Se vota, pero no se elige.

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Para muchos, teniendo en cuenta el contexto político de un régimen leninista cerrado al escrutinio exterior, semejante proceso carecería de interés. De hecho, en la Cuba totalitaria de hace una década, habría votado entre un 95 y un 98 % del electorado registrado, el voto nulo no hubiera superado el 3 % y más del 90 % hubiera aprobado la lista completa sin siquiera molestarse en marcar algún candidato u otro. Un simple ritual para confirmar la legitimidad de la dictadura. No votar sería visto como un signo de disidencia, como una fácil manera en la cual “marcar” a un opositor, y por eso la abstención sería siempre la mínima.

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No obstante, Andreas Schedler (La política de la incertidumbre en los regímenes electorales autoritarios, México, Fondo de Cultura, 2016) explica que las elecciones en dictadura pueden ser para la ciudadanía arenas de cuestionamiento y movilización contra las autoridades. Adam Przeworski nos recuerda (¿Por qué tomarse la molestia de hacer elecciones?, Pequeño manual para entender el funcionamiento de la democracia, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2019) que estas elecciones no competitivas siguen invocando como fuente última del poder al pueblo, al que buscan movilizar en apoyo de los dictadores.

Una vez que esos objetivos no son alcanzables y los números bajan, el debilitamiento del control político abre las puertas al desafío opositor. En el caso cubano, el paulatino decrecimiento de la participación en estas votaciones- que alcanzó en la capital a casi la mitad del electorado, entre abstención y voto nulo en las elecciones locales de noviembre pasado- es reflejo de tendencias demográficas, con su correlato político.

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Existen ejemplos de aumento de la abstención en el contexto de elecciones autoritarias. En Kazajistán, antigua república de la Unión Soviética cuyo pueblo no ha visto un proceso electoral libre y justo en toda su historia, el régimen que encabeza Kassim-Jomart Tokayev, sucesor del dictador postsoviético Nursultán Nazarbayev, ha estado enfrentando un abstencionismo cada vez mayor en las grandes ciudades. En las legislativas del 19 de marzo, la participación cayó a poco menos del 53 %. La concurrencia se redujo en todo el país y en la capital, Almatý, solo votó un 25 % del electorado registrado.

Retornando a Cuba, vemos hoy un país dividido. Podríamos distinguir en la sociedad cubana actual, respecto a su posición hacia la coyuntura política y, sobre todo, hacia el proceso electoral, tres tercios. Ellos resumen diversos factores sociales, generacionales y regionales, que atraviesan todos los segmentos de la población cubana. Recuperando democráticamente una vieja terminología norcoreana, ese panorama -dibujado por la sumatoria de varias encuestas, entrevistas y dos grupos focales realizados en octubre pasado en la isla- se presentaría del siguiente modo

Los Leales: en este estrato ingresan los que, simpatizando con el gobierno, concurren a votar en su respaldo. El músculo del apoyo social a la dictadura se compone de personas mayores o de mediana edad (que nacieron y crecieron bajo mejores épocas del socialismo, siendo influidos por años de propaganda continua), en muchos casos con escaso nivel de ingreso, información y cultura política; junto a miembros de la burocracia, los militares y el empresariado afin, junto a sus familias.

Los Vacilantes: estos osilan entre apoyar al gobierno o rechazarlo y son la facción políticamente más pasiva y desmovilizada de la población. Un electorado que, en un régimen democrático, alternaría entre diferentes partidos o candidatos y que, en última instancia, termina definiendo una elección. En un contexto como el de Cuba, es gente que duda entre votar y abstenerse.

Muchos de estos votan con el único propósito de no marcarse como disidentes, mientras que los que se abstienen lo hacen más por hastío que por un rechazo conciente y enérgico a la dictadura. En el caso de que decidan votar, es más probable que emitan algún tipo de voto que rompa la uniformidad de la lista completa (voto selectivo a algunos candidatos, votar en blanco, alterar la boleta para anularla, etc.). Se trata del estrato más plural, con un un rango etáreo desde los adultos jóvenes hasta los de mediana edad, incluidos sectores privados y con adecuados niveles de instrucción.

Los Hostiles: se trata de la ciudadanía opositora al régimen, decidida a no votar con el objetivo consciente de mostrar su descontento. A menudo tratan de convencer a otras personas de no votar. El grupo etáreo más vocalmente opositor se concentra en la juventud, grupos intelectuales y en las grandes urbes aunque, nuevamente, aquí podemos encontrar a personas de todas las edades. Hay localidades del país, con arraigo opositor, que abonan a esta categoría.

En tanto lo electoral es un sistema o un proceso y no solo la jornada donde se realiza la votación, hay demasiada evidencia ex ante de ilícitos electorales en el país. En las últimas semanas, la dictadura ha usado las 3 C’s -control, cooptación y convencimiento- para garantizarse una votación favorable. Las amenazas a los (ilegalizados) grupos de observación y periodistas independientes, la movilización de votantes puerta a puerta, las marchas de apoyo con funcionarios y las ferias de ventas de alimentos y bienes deficitarios son muestra de ello.

Difícilmente la dictadura obtendrá niveles cercanos al antiguo 90 % típico del modelo sovietico. Parece haber un consenso- a partir del cruce de resultados anteriores y sondeos recientes- de que un 60 o 70 % de asistencia a escala nacional es un resultado plausible, con niveles inferiores en las capitales. Algo que, en condiciones de monopolio del poder y la propaganda, cuestiona la falta de pluralismo y representación del régimen cubano.

Sin embargo, la sombra del fraude tout court, en la totalización de los votos, aparece en el horizonte. Ocurrió en la RDA de 1989, poco antes de la caída del Muro, también en las elecciones a la Constituyente en Venezuela en 2017. Ante la exposición de su descrédito, los dictadores corrigen las cifras para mostrar un apoyo abrumador inexistente. La simple lógica lleva a una conclusión, ¿por qué un régimen como el cubano, qué se cierra al escrutinio independiente y realiza un proceso en el que la observación está criminalizada, reconocería públicamente y sin reservas la única forma de revés electoral que puede sufrir?

Ante ese panorama, las denuncias de los observadores independientes y los reportes ciudadanos de su (no) voto, serán un indicador aproximado de la verdad secuestrada. Al final, pese a lo que el régimen intente vendernos, la voz y la salida (Hirschman dixit) siguen creciendo en Cuba, frente a una lealtad menguante. (O)

Felipe Galli (1999, Gualeguaychú, Entre Ríos, Argentina). Estudiante de Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires, cofundador del medio Carta Política, integrante de la iniciativa Contexto Cubano.