En el país que tiene como eslogan convocante el diálogo, las palabras están produciendo crispación. Muchas veces no producen los resultados esperados y no pocas veces empeoran las situaciones. Y descubrimos colectivamente que dialogar no solo es hablar, sino que tiene como condicionante la escucha y el silencio, los gestos y su oportunidad, el cómo, el qué y el porqué. Dialogar no es hacer ruido con lo que pienso y quiero, es también rumiar lo que entiendo de lo que dicen, exponen, callan y exigen los demás, comprobar si entendí bien y buscar una salida muchas veces sencilla e inesperada que en algunas oportunidades logra escapar del corsé de leyes que no todos conocen y que son interpretadas de manera que se alejan justamente de la solución que se busca.

Las palabras habladas, escritas, son a veces bombas que producen enfrentamientos, porque no se miden las consecuencias de lo que se dice y lo que se escribe, menos se averigua qué se entiende. Y a niveles colectivos las cajas de resonancia en que nos convertimos cada uno de nosotros de las noticias escuchadas y vistas deforman el mensaje inicial y cobran vida propia.

Las palabras pueden ser dichas para provocar, para remover seguridades, para obligar a pensar o para conocer realidades que ignoramos, pueden ser revulsivos necesarios para sacarnos de nuestra modorra y desesperanza frente a las inquietantes realidades que vivimos. Pueden ser oportunas, como las que detienen un paro y convocan a lograr acuerdos, o inoportunas, como las del fiscal que adelante información comprometedora.

Por eso el dicho “Hablando se entiende la gente” se complementa con la experiencia que muestra que hablar a veces empeora las cosas.

Quizás en este quehacer colectivo al que estamos convocados del País del Encuentro hay que ir dando pautas de qué hacer para encontrarnos y qué no hacer para lograr el mismo resultado. Quizás una de las primeras es no insultar a nadie, aun cuando el otro nos haya insultado.

No responder de inmediato, porque eso indica que no hemos escuchado, solo estamos reaccionando. El respeto es prioritario hacia uno mismo y los demás, y evitar toda forma de violencia, que es aquello que de una manera u otra puede perjudicar a otros, aunque esas personas nos hayan perjudicado a nosotros. Es muy fácil entrar en una espiral de violencia de manera sutil y con muchas justificaciones, pero alguien tiene que parar esa vorágine que nos lleva a la destrucción. Destruir es relativamente fácil, lo difícil es construir, levantar sobre cimientos estables y firmes. Los liderazgos actuales no se basan en la fuerza sino en la capacidad de tender puentes, abrir puertas y construir escaleras que superen obstáculos, y eso requiere serenidad y cooperación.

Hemos sido sacudidos con imágenes impresionantes de destrucción, el edificio de Miami, el océano en llamas por roturas de oleoductos en sus profundidades, el magnicidio de Haití, tenemos en nuestra retina octubre en Ecuador, las revueltas en Chile, Colombia. Estamos asentados en un país quebrado, en el IESS sin recursos y sin medicinas, en una corrupción que tiene extenuada a la población, en el COVID-19 siempre amenazante. Nos merecemos una tregua para retomar la esperanza. Y que las palabras den resultados. (O)