Casi nunca comprábamos las entradas. Con mi padre corríamos al puertazo, al Estadio Olímpico Atahualpa, con la esperanza de ver el gol definitivo, ese que aparece en el descuento y que cambia la historia en el último minuto. Ese gol que es una esperanza, una reafirmación de la vida y de que siempre se puede más. No era difícil ir al puertazo, desde el barrio de la infancia o la casa del abuelo, que estaba a pocas cuadras y desde donde se escuchaba la fiesta o la desolación de la hinchada. La euforia, la vibración, el sentimiento a flor de piel de todo el país. Desde el último piso se veía el graderío. Pero ese estadio, y ese barrio, nunca habían sido tan felices como el 7 de noviembre del 2001, cuando Jaime Iván Kaviedes anotó contra Uruguay el gol de la clasificación. Por primera vez en la historia, Ecuador, ese diminuto enclave andino, jugaría la Copa Mundial.

Hace 18 años Ecuador clasificó a su primer mundial de fútbol

Había que despertarse a la madrugada para ver los partidos del 2002, transmitidos desde Japón y Corea. Todos tristes en la escuela. No nos fue bien, pero se había roto el maleficio: Ecuador había ido al mundial y podía volver. Dejó de ser un sueño, una alucinación, un delirio. Dejó de ser la frustración de haber tenido en nuestras filas al histórico y poderoso Alberto Spencer, el Cabeza Mágica, y no haber clasificado, ni siquiera para Inglaterra 1966, en cuyas eliminatorias la selección chilena le arrebató a la ecuatoriana el sueño del mundial. Cuatro años después de Japón y Corea fuimos a Alemania y le ganamos a Polonia y a Costa Rica. Por primera y única vez en la historia superamos la fase de grupo, para ser expulsados de la competencia por nada más y nada menos que David Beckham. Quizá perder así un partido nos hacía sentir entre los grandes. Aunque seguíamos y seguimos siendo pequeños. Luego vino Brasil 2014, otra vez la felicidad, otra vez la tristeza.

¡Gracias por tanto! Y aunque esa unión y esa esperanza duren poco, valen, son significativas y suficientes para seguir.

Nadie, fuera de este enclave, puede comprender lo que se siente ser ecuatoriano. Ese sentido de la desesperanza, de la injusticia, de la imposibilidad de ponernos de acuerdo. Por eso mismo, nadie puede comprender lo que nos ha dado el fútbol. Ver a Enner Valencia ganarle el partido inaugural al anfitrión del mundial. Medirnos contra Países Bajos. El gol heroico y luego el llanto desconsolado del niño Moi. Todo lo que significa la Tri. Nunca ha ganado una Copa América ni ha pasado de octavos de final en el mundial, pero es nuestra. De este país que vive envuelto en imágenes de violencia y pobreza. Muchos de nuestros jugadores son de Esmeraldas, la provincia más golpeada por el narco. Pero ellos, precisamente ellos, nos han concedido el derecho a la ilusión. Nos han dado tanto y nosotros les hemos dado tan poco. A ellos, que de difíciles circunstancias salieron luchando tan duro. Era triunfar en el fútbol o vivir en la miseria. Y lo lograron. Y nos hicieron conquistar el cosmos, por unos pocos días. Y una vez más salimos de este mundial, pero juntos, unidos en la emoción, en la derrota y la certeza de que algún día volveremos. ¡Gracias por tanto! Y aunque esa unión y esa esperanza duren poco, valen, son significativas y suficientes para seguir. (O)