Amo las palabras, son para mí motivo de asombro permanente, amo esta humanidad a la que pertenezco y me asombra cada vez más el que podamos con unos pocos sonidos y símbolos comunicarnos cosas sublimes, expresar el amor más profundo y también el odio más aberrante. Amo los silencios que las preceden y muchas veces la siguen. Detesto el ruido que con ellas hacemos, las guerras que provocamos y amo las que evitamos.

Todos hablamos de diálogos estos días. De su necesidad. Pero los diálogos tienen condiciones. Primero: son un encuentro de dos por los menos, no son monólogos, y menos son de una sola vía. Yo digo, usted obedece. En ese caso es una orden, un ultimátum, pero no un diálogo. Cuando dialogamos, en general, estamos dispuestos a aprender algo del otro. Si solo uno cree saber, entonces es una imposición. No hay culturas puras, en las cuales justificar comportamientos personales: así se hace, así se hizo, así hacemos. La humanidad aprendió siempre de sus pares.

Las comunidades indígenas son excluidas, muchas veces, del conjunto de la sociedad y viven condiciones de pobreza en muchos casos extremas. Ecuador es un mosaico de desigualdades, y de injusticias, no solo de diversidad. Así como los indígenas se sienten extraños en las grandes ciudades, quienes no son indígenas muchas veces son rechazados y vistos por ellos como invasores. La desconfianza es mutua, es difícil dialogar cuando no se confía en el otro, porque lo mínimo que se necesita es credibilidad para poder avanzar.

Los diálogos públicos, en situaciones de tensión generan muchas trampas, porque algunos interlocutores actúan para sus oyentes. Es un teatro en que se juegan muchos futuros políticos y se actúa para la platea. Participé en diálogos donde a puertas cerradas se dice una cosa y basta que se abran las puertas para que la información sea diferente y en algunos casos opuesta. Requiere valentía poder avanzar en un camino sembrado de escollos y es muy difícil demostrar vulnerabilidad. Esos ‘diálogos’ en general son demostraciones de poder en un ring verbal y gesticular. Cuando se humilla al adversario se podrá ganar una batalla, pero no la guerra. Si se acude a una mesa de negociación, es porque cada uno sabe que no puede solo, que necesita del otro para solucionar algo, es demostración de valentía expresarlo y asumirlo.

Es imposible concurrir a un diálogo en que una de las partes logre absolutamente todo lo que pide sin ninguna modificación. En ese caso lo que hubo fue una imposición y una rendición. La revancha no tardará en llegar. A un diálogo hay que ir desarmado, de armas reales y verbales.

Luchar por la sobrevivencia, la justicia y la equidad no debería hacernos olvidar que los otros, todos los otros, también son humanos. Que no puede haber paz sin justicia. Pero la justicia sin amor es fría, ruda y árida, un desierto en el que es difícil vivir. Comparto con ustedes parte de la letra de la canción de Jorge Drexler: La guerrilla de la concordia. “Amar es ir a ciegas/… El corazón despega, mientras todo arde./ Odiar es mucho más sencillo/ El odio es el lazarillo/ De los cobardes. ¡Armémonos!/ …Armémonos de valor, hasta los dientes… Amar es cosa de valientes/ ¡Amémonos!/ Amémonos porque sí/ ¡Amémonos!/ Ahora mismo y aquí/ Haciendo historia”… (O)