Son pocas las veces que me he topado con un cóndor en libertad. Me parece que han acontecido en los últimos años. Mi encuentro más emocionante fue hace un año, mientras subía por primera vez al Sincholagua. Pienso que en el montañismo, más aún en el amateur, uno nunca puede saber si la cumbre será o no alcanzada, si el cerro será o no benévolo. Fue la primera vez que me aventuré a una montaña tan desafiante, y estaba nervioso. Además, el cansancio y la aclimatación siempre pueden ser intimidantes en las alturas. De repente, como para disipar mis dudas, sobrevoló sobre mi grupo una imponente ave. Era el rey de los Andes, esplendoroso, inmenso, pacífico. Pensé, en esos momentos, que la suerte estaba a mi favor. Y ese día, muy importante en mi vida, alcancé los más de 4.700 metros de esa cima.

Nunca he podido pensar en el cóndor andino sin cierto grado de solemnidad. No la solemnidad que implica su presencia presidiendo el escudo nacional de mi país, sino la de su existencia en el lenguaje. En 1758 se lo describió en el tratado del naturalista sueco Carl von Linné y se lo nombró Vultur gryphus, de la palabra latina que designa al buitre y de la griega al pico en forma de gancho. Más allá de lo descriptivo, por su específica función carroñera, la acepción romana nos lleva a pensarlo como “aquel que limpia”. Su papel en los Andes y en el mundo, en ese sentido, ha implicado una posibilidad de pureza. Al alimentarse de carne en descomposición, los cóndores combaten el riesgo de propagación de enfermedades. El cóndor limpia los ecosistemas y contribuye a preservarlos.

Es más importante, sin embargo, volver al significado original. La palabra cóndor viene del quechua kuntur. Para los pueblos de los Andes ha sido un personaje esencial de su mundo. En términos de Mircea Eliade, se lo puede pensar como un axis mundi, en el sentido de que los incas lo veían como una representación del Hanan Pacha, el mundo de arriba, el cielo y el futuro. No era entendido como un ser mundano, sino dotado de un profundo significado espiritual. Quizá por eso ha sido incluido en el esfuerzo de crear mitologías que justificaran los Estados nacionales en los Andes, y se lo ha proclamado símbolo nacional, además del Ecuador, en Bolivia, Perú, Chile y Argentina. En la Yawar fiesta —la versión de Guayasamín, no la de José María Arguedas— el triunfo del cóndor sobre el toro era un gran augurio para los pueblos andinos y sus ciclos, porque era el triunfo de su propia esencia.

Este recorrido por los lugares que ocupa el cóndor en la cultura es desesperado. A propósito del Día Nacional del Cóndor Andino, conmemorado el pasado 7 de julio, dos brillantes como dolorosos reportajes nos han mostrado la cruda realidad: al ritmo actual, la extinción de esta emblemática ave se producirá en diez años. En menos de una década podría morir el último cóndor del Ecuador, y las actuales seríamos, inevitablemente, las generaciones que lo vieron morir y que poco o nada hicieron para evitarlo. Los reportajes merecen la pena: el de Isabel Alarcón en Youtopia y el de Gabriela Arévalo en La Barra Espaciadora. En ambos casos, los datos son alarmantes: en un año ha muerto el 10 % de la población de cóndores del Ecuador. El censo del 2018 determinó que existían 150 cóndores en el país. Entre diciembre de 2018 y 2019, al menos 20 cóndores murieron por envenenamiento, perdigones, ataques de perros o eventos asociados a la cacería.

El tiempo para salvar al cóndor está corriendo. El Estado, por medio del Gobierno nacional y los Gobiernos descentralizados, tiene la obligación de tomar todas las medidas de prevención e implementar verdaderas políticas públicas para evitar la extinción del cóndor y lograr que sea una especie efectivamente protegida, nuevamente habitante de los Andes en gran número, y que así pueda seguir cumpliendo su función ancestral de preservar los ecosistemas. Son urgentes las medidas de concienciación, por medio de campañas y del sistema de educación, para que la población contribuya a la protección del cóndor y se erradiquen los comportamientos que lo ponen en peligro. Hay que tomar en cuenta que su reproducción es muy complicada y es un proceso lento, porque ponen un huevo cada uno o dos años, que se incuba por alrededor de 60 días y que no siempre se concreta en nacimiento. Además, son seres monógamos, por lo que el proceso de reproducción solo se da con su pareja. Según casos observados, macho y hembra pueden encargarse de estos cuidados: se ha visto que se turnan para proteger a su pichón. Es innegable que su existencia es diáfana. Son sociables, pueden compartir el hábitat con otros cóndores, y hay registros de que su vida se puede prolongar hasta los 75 años. No puedo imaginarme al Ecuador sin cóndores. Sería como reconocernos incapaces del futuro. (O)