Memoria de seis décadas, vívido recuerdo de la fotografía de unos hombres que transportaban el cuerpo de Marilyn Monroe envuelto en una cobija, me impresionaba la cobija. Lo publicaron los periódicos, la actriz se había suicidado. Oí la noticia por radio, con el detalle de que la habían encontrado desnuda y aprendí una palabra: barbitúricos, la sustancia que le había causado la muerte. Yo tenía siete años, Cotocollao, ya parroquia urbana de Quito, no era el último rincón del mundo. Antes vi anuncios de las películas en que trabajaba la rubia beldad, pero no me acuerdo con precisión de qué títulos se trataba, no me sirve cotejar con las filmografías cronológicas, porque entonces los rollos tardaban meses en llegar a los cines de la capital, a veces años, o simplemente no llegaban nunca, o llegaban y no se exhibían, lo que ocurría no necesariamente con los peores títulos. Si, por alguna razón, no alcanzabas a ver cierto estreno, quedaba la esperanza de que hubiese un “reestreno” algún tiempo después.

Entre las causas de este atraso en este país atrasado estaba un concepto pueblerino y católico del cine, que consideraba a este arte como algo pecaminoso, que debía ser manejado con extremado cuidado para que no corrompa a la juventud. Y Marilyn Monroe, con sus exuberantes encantos resaltados por las cámaras, encarnaba bien ese prejuicio. Tardé unos treinta años en ver sus películas, no todas desgraciadamente, picarescas y divertidas, pero en lo absoluto inmorales, con escenas sensuales, mas ninguna sexualmente explícita. Entre ellas está la famosa Comezón del séptimo año, cuyo título he parafraseado para este artículo. Me parece que era una buena actriz en proceso de construcción. Después de su muerte a la mojigatería religiosa se añadieron los complejos izquierdistas que inventaron la historia de una rubia bobita con la vida destrozada por el establecimiento político comercial.

¿por qué su muerte? Sobredosis accidental de barbitúricos. Lo demás es mito.

El cuento del empresario feroz que se come a Caperucita no coincide con la realidad. A diferencia de las lánguidas estrellas que dejan en manos de mortales plebeyos el manejo de sus asuntos, ella creó una pequeña estructura para administrar su carrera y sus ingresos. Mantuvo un esfuerzo permanente por mejorar su desempeño artístico y estudió en el Actors Studio, del legendario Lee Strasberg, para quien siempre mostró agradecimiento, a tal punto de legarle en su testamento un tercio de su no despreciable fortuna. Los hombres que la amaron, sin contar con los hermanos Kennedy, no eran precisamente unos mediocres, ¿el poeta T. S. Elliot?, el beisbolista Joe DiMaggio, su segundo marido, el dramaturgo y guionista Arthur Miller, su tercer marido. Casi se puede dividir la humanidad entre los partidarios del leal DiMaggio y los del brillante Miller. Joe le aconsejaba cómo manejar sus negocios, Arthur le aconsejaba qué libros leer. Este nunca dejó de hablar bien de ella, sostenía que lo mejor de su carrera estaba por llegar con filmes de contenido más ambicioso. El beisbolista pensaba volver a casarse con ella y siempre cuidó de que nunca faltasen rosas en su tumba. Entonces, ¿por qué su muerte? Sobredosis accidental de barbitúricos. Lo demás es mito. (O)