El primer libro que leí de Mario Vargas Llosa fue La tía Julia y el escribidor, al inicio de mi vida universitaria. Pienso que antes me había resistido a leerlo, probablemente, porque como militante de la izquierda latinoamericana —eso me creía yo, en la adolescencia— lo veía con sospecha. Quizá también tenía miedo a que un supuesto traidor de la clase obrera me deslumbrara. Pero Vargas Llosa debía llegar algún día y, cuando ese día llegó, lo hizo para quedarse. No tengo con su obra una relación de veneración o devoción, sino la que se tiene con los abuelos: una suerte de amistad sagrada, llena de nostalgia anticipada, cuestionamientos y lucidez. Cabe decir que La tía Julia es un libro iniciático, un libro como un llamado o un destino, una azarosa decisión creativa. Desde entonces, como el genial Pedro Camacho, libretista de las radionovelas que eran un furor en la Lima ficcional de los cincuenta, yo escribo. Como en el epígrafe de Salvador Elizondo: “Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo. Me recuerdo escribiendo”.

Vargas Llosa, en un sentido performático, puede constituir periodos de la vida, de la historia o del teatro. El joven estudiante del Colegio Militar Leoncio Prado que sobrevive a todas las violencias, fundamentalmente a las de su padre, gracias a la lectura. El que debuta como novelista con La ciudad y los perros, desencadenando con toda su fuerza el boom latinoamericano; y que, no conforme con eso, escribe dos siguientes novelas que son obras maestras de la literatura occidental: La casa verde y Conversación en la catedral. El intelectual que, al recibir el premio Rómulo Gallegos, proclamó que la literatura es fuego y que sería el socialismo el que liberaría del anacronismo y el horror a América Latina. El admirador de Gabriel García Márquez, al que le escribió su tesis doctoral llamada Historia de un deicidio, para años después propinarle un puñetazo que rompería su amistad por el resto de sus vidas. El que dejó de creer en la mitomanía de la Revolución cubana y rompió para siempre con el dictador sanguinario Fidel Castro. El político liberal derrotado por Fujimori en las elecciones de 1990, luego perseguido opositor al que la dictadura quiso arrebatarle la nacionalidad peruana. El premio nobel nacido en Arequipa, máximo representante de la lengua de Arguedas y César Vallejo, que viaja con pasaporte español. El socialite que denunció la civilización del espectáculo. El primer inmortal de la Academia Francesa que nunca escribió en esa lengua. El más universal de los escritores vivos.

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En un tiempo en el que hablar de él es políticamente incorrecto, yo vuelvo a sus libros como se vuelve siempre al origen. Leerlo o releerlo equivale a volver al arte, a su sentido complejo, al hacha que rompe el mar de hielo que llevamos dentro. Pero también es un regreso a la lucidez y a la inteligencia de quien no tiene miedo a su propia contradicción, a aprender algo nuevo, a equivocarse y reconocerlo. A saberse humano. Hoy, cuando la literatura latinoamericana está llena de inquisidores de la verdad absoluta progresista, leer y admirar a Vargas Llosa suele constituir un acto político, de autonomía intelectual y ética. Nadie ha odiado tanto a los dictadores de América Latina como él, sean de izquierda o de derecha. Incapaces de la dialéctica o del respeto a la opinión contraria, aborrecen sus declaraciones políticas, sean o no lúcidas. Y ellos, los dizque intelectuales del progresismo, que se equivocan todo el tiempo en sus lecturas de la realidad política continental, carecen de algo que Vargas Llosa preservó siempre: el libre albedrío. Incluso la derecha conservadora no debería celebrarlo tanto, porque, como humanista que es, defiende el aborto libre y el matrimonio igualitario. Además, fue un niño fervientemente católico, luego un ateo y socialista, para terminar siendo un agnóstico liberal. Es decir, no cree en Dios ni en el comunismo.

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Vuelvo a Vargas Llosa como se vuelve siempre a la literatura, al pavoroso acto de la escritura, a la fe en uno mismo. El último que leí de sus libros fue Paraíso en la otra esquina, ese poderoso repaso a la vida de Paul Gauguin y su abuela Flora Tristán. La reconstrucción de un tiempo en el que los grandes debates intelectuales tenían la capacidad de despertar al mundo: es la violencia que padece, en su cuerpo, la puerta que Tristán tiene que atravesar para cobrar conciencia sobre la precariedad a la que el sistema político y económico busca condenar a la mujer, volviéndola el proletariado del proletariado. Su nieto, años después, abandona su vida en la bolsa de valores de París para seguir los pasos de su amigo y guía, Vicent van Gogh. El Perú, para ambos, fue una patria perdida. Gauguin busca, primero en la pintura y luego en su final viaje de disolución a la Polinesia, la pureza, el sentido, la beatitud. ¿Cuánto se parece la búsqueda de la pureza a la arrogancia, la santidad a la autodestrucción? Dos de las más brillantes mentes de la historia se descubrieron incapaces de alcanzar el paraíso que siempre desearon; solo pudieron contemplarlo, por unos instantes. ¿Nuestra única posibilidad es solo atravesar el camino? ¿No es nuestra vida la búsqueda de un lugar que no sabemos si existe? ¿No se parece, acaso, al doloroso errar de América Latina? Ahora, mientras el Perú atraviesa una de las más cruentas crisis políticas de su historia, vale hacerse estas preguntas. Pero decido pensar que aún tiene sentido el propósito que Mario Vargas Llosa persiguió a lo largo de sus ya casi nueve décadas: convertir con la palabra en posible lo imposible. (O)