Si acontece una desgracia a otros que nos son similares o próximos, debemos estar prevenidos ante la posibilidad de que esa afectación nos alcance.

He reparado en esto al revisar lo que ocurre en El Salvador, país atenazado por tres pandillas principales –Mara Salvatrucha o MS-13, Barrio 18-Sureños y Barrio 18-Revolucionarios–, contra las que el gobierno del presidente Bukele desató una ofensiva jurídica, mediática, policial y militar, a raíz de la jornada criminal reportada el 26 de marzo, en la que ocurrieron 62 asesinatos en un lapso de 24 horas, según el reporte de la Policía civil.

Antes del referido estallido criminal, distintas investigaciones periodísticas habían señalado que la administración de Bukele había negociado con los pandilleros, afirmación que el mandatario niega.

En los últimos 25 días, con un estado de excepción en curso, el Gobierno salvadoreño ha efectuado más de 14.000 arrestos de presuntos pandilleros, que representarían un 20 % de los miembros de las pandillas que estaban en libertad, agudizando la crisis preexistente de hacinamiento del 36,6 % en el sistema penitenciario que cuenta con 29 prisiones. Ahora se realizan expropiaciones para construir más cárceles.

En Ecuador, al repasar la crisis carcelaria, el auge delictivo y criminal en las calles y el desbarajuste que propicia una tracalada de jueces y operadores de justicia que equivocaron el rumbo, es inevitable preguntarse si llegaremos a ese nivel de emplear más recursos para tener más policías, militares, camionetas, y construir más cárceles para poner más guías penitenciarios y encerrar cada vez a más delincuentes.

Pienso en esto al recordar la conversación que sostuve con un señor mayor, que hace poco dejó su actividad de agricultor en el cantón Baba y se vino a Guayaquil, donde vive en un barrio periférico y busca trabajo “en lo que se pueda”. Al no poseer tierras para el cultivo, dependía de que se las arrienden a cambio de comprometer una parte de la cosecha. La última vez que sembró arroz, luego de cuatro meses de trabajo, su ganancia fue de 400 dólares en total.

Esa es una de las causas del porqué los campesinos abandonan la agricultura para ir a los centros urbanos, donde –de encontrar empleo– podrían percibir al mes una remuneración básica $ 425 más beneficios sociales.

Sin embargo, a las ciudades medianas y grandes llegan, a diario, personas de diverso origen y condición. Cientos, miles de ellas, no alcanzan a conseguir un trabajo y sobreviven en condiciones de escasez o miseria, con algún pequeño emprendimiento que muchas veces apuntalan recurriendo al chulco, cuando no se inclinan a incursionar en actividades ilícitas.

Si el gobierno del presidente Lasso, con una cartera de Agricultura renovada, reorienta los objetivos y recursos para fomentar una cultura rural con servicios especializados, educación técnica, mecanización, investigación y desarrollo al servicio de la producción agrícola, con miras a incentivar la agroindustria, asegurando acceso a mercados que garanticen una rentabilidad atractiva para los trabajadores del campo, estará previniendo problemas que nos alcanzan a todos.