Gorra y engorro son vocablos cuya etimología se desconoce. Pero su similitud fonética nos tienta a vincularlos, sobre todo cuando aparece una gorra a causarnos engorro, más si la gorra está colocada al revés... En realidad, el joven Bukele, quien ejerce la Presidencia de la República de El Salvador, puede usar como quiera la prenda que más le guste, pero su irreverencia no puede llevarlo a deleitarnos con gemas como esta: “Los derechos humanos de la gente honrada son más importantes que los de los delincuentes”. Dicho esto, enseguida salieron funcionarios de su gobierno a aclarar que lo que quiso decir era así o asá... pero ya se le fue. Un lapsus que no tendría importancia si no hubiese entusiasmado a muchísimas personas que, en todo el continente, creen que el control del crimen solo se puede hacer haciendo tabla rasa de los derechos humanos de los delincuentes, y mucho más aún, de los sospechosos, y hasta de sus defensores. Muchos “redentores”, prevalidos de este aval de opinión, no han dudado en aplicar el cauterio hasta quemar el hueso. Así pasó en Alemania, Italia, España, Argentina, Chile...

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Esos derechos se llaman humanos porque son compartidos por todos los seres humanos, en exacta igual medida. La vida e integridad física de un delincuente son tan intocables como las de un misionero de la caridad. La libertad se genera en el fondo del espíritu, por tanto es imposible de coartar, pero su uso sí puede ser restringido tras el proceso debido y con las garantías necesarias. El derecho a usar armas en defensa propia no significa que un asaltante no tiene derecho a la vida, sino que la víctima lo tiene a defender la suya. “Es que ellos no han respetado los derechos de la víctima”, claro, por eso son delincuentes, pero no por eso la autoridad tiene potestad para hacer lo mismo. ¡Mano dura! Frase favorita de los latinoamericanos, en cuya popularidad se han apalancado toda clase de arbitrariedades. No, se necesitan cabezas sabias, con los birretes bien colocados, para que impartan justicia. Más cerebro y menos intestino al momento de promulgar leyes, administrar seguridad y dictar sentencias.

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El concepto de la pena como “reparación”, desgraciadamente, rara vez es alcanzable. Ni la cadena más perpetua ni la multa más colosal devuelven la vida a un asesinado, ni libran a la violada del horror sufrido. Tales compensaciones se establecen y está bien que existan, pero no creamos que alcanzan al monto moral perdido. Olvidémonos de la “vindicta social”, que es un eufemismo para denominar a la venganza, porque no puede nunca ser el propósito del derecho. La función de las autoridades debe ir más allá, hacia objetivos más permanentes. La pena con legitimidad y eficacia tiene dos finalidades: una, escarmentar para disuadir a otros de cometer el mismo delito; y otra, aislar al delincuente contumaz para que no siga dañando a las personas. Un sistema legal no puede ser hipergarantista en grado tal que se impida el cumplimiento de tales objetivos. Pero, en un entorno jurídico racionalmente establecido, el dar garantías a los reos no tendría por qué contraponerse a la defensa de los derechos de las víctimas. (O)