¿Se puede tener un millón de amigos en poco tiempo? Pues algunos miran sus exitosas redes sociales y se autoconvencen de que sí, por más insólito que parezca si, por ejemplo, quisiéramos reunirlos a todos ellos detrás de una torta de cumpleaños.

Las redes crean imaginarios gigantescos que sirven por igual para lo bueno como para lo malo, y al apoderarse de las vías de comunicación efectivas, por encima de los caminos tradicionales, se han convertido en un también efectivo método de información tanto como un eficaz mecanismo de manipulación.

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Tal panorama parecen haberlo entendido claramente algunos líderes mundiales que las usan para sus fines: Nayib Bukele, el millennial presidente salvadoreño es, para buena parte del mundo, un ganador internacional desde la derecha, por su exitosa lucha contra las pandillas, a cuyos miembros rapados traslada a gigantescas cárceles. Publicista y nativo digital, muchos lo añoran por acá, sin mayor beneficio de inventario y menospreciando posibles limitaciones a la libre expresión que han surgido a la par y que son denunciadas sin mayor eco por periodistas.

Y Lula da Silva, que desde la izquierda repite gobierno en Brasil, como representante de los trabajadores, da muestra de radicalización en apenas 6 meses y entre sus objetivos están las redes sociales, montado en el caballo de la “guerra” contra las fake news, noticias falsas, protagonistas de las recientes elecciones en ese país.

El proyecto brasileño de ley de censura de redes sociales, impulsado por Lula, va más allá del debate digital de quienes quieren trastocar la sociedad con diversidad de fines. Analistas creen que el proyecto apunta también contra las grandes empresas de comunicación tecnológica. Ya se han sentido aludidas Google y Facebook, que hacen lobby porque la ley no pase sin suficiente discusión.

(...) es el escenario ideal para que tales acciones políticas de regulación logren resultados, en desmedro de la ciudadanía...

El principal temor es que la radicalización no solo busque controlar el contenido editorial, sus acciones, pasiones y posibles distorsiones, sino que apunta a meterse en las cuentas que se generan en las redes, incluso en los bolsillos de quienes auspician o publicitan en propuestas que desde el poder se consideren “peligrosas”, lo cual, de concretarse, no solamente disparará la autocensura, sino que afectará a la economía digital cada vez más creciente.

Esto supera entonces el marco regulatorio de una lucha por la comunicación responsable. Los nuevos medios digitales son, definitivamente, una herramienta fundamental para quienes ostentan el poder, tanto en sus afanes propagandísticos, cuanto para usarlos como pretexto ideal al imponer controles y restricciones que desestimulen su uso en casos de corrupción, por ejemplo.

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La carencia de un propósito de autorregulación, azuzada por un Twitter que ya no premia con el visto azul a quien da muestras de manejo responsable de su cuenta, sino que en la era Elon Musk lo puso al alcance de quien lo pueda pagar, es escenario ideal para que tales acciones políticas de regulación logren resultados, en desmedro de la ciudadanía bien informada.

Es un círculo vicioso al que, décadas después del uso de internet, no se logra poner fin. (O)