Los ecuatorianos compartimos un mundo. Un aire. Unas montañas. Una lengua. Un país. Compartimos un tiempo. Varias diásporas. Una música triste. Volcanes activos. El infinito océano. Islas. Compartimos el amor. El horror. La desesperanza. La ilusión repentina que no muere. Compartimos la alegría. Y un día del 2021, inolvidable para todos, esa alegría tuvo un nombre. El de Richard Carapaz. Y luego, los nombres de Neisi Dajomes y Tamara Salazar. Y es increíble. Porque la gran mayoría de nosotros no pusimos ni un grano de arena en sus logros. Más bien, nuestro Estado, el que nos representa, los abandonó. Pero, con injusticia quizá, sentimos sus triunfos como nuestros. Los gritamos. Los lloramos de felicidad. Ellos nos dieron tanto. Nos llevaron a la cima del mundo. Nos hicieron creer que somos capaces de lo imposible.

Carapaz es el nombre de una experiencia colectiva. De una felicidad colectiva. De una inspiración legítima, que no nos pertenece, pero que nos alumbró. En medio de la desgracia de una pandemia que no nos deja en paz, de la pobreza material y espiritual del país, de la oprobiosa historia política nuestra, el difícil recorrido y los triunfos de Richard Carapaz fueron una verdadera y poderosa alegría. Todos recordamos dónde estábamos, con quién, y cómo fue que nos enteramos del oro olímpico, aquella mañana memorable. Porque es inolvidable, su hazaña es inolvidable. Por eso aciertan tanto, Santiago Carcelén Vela y Magdalena Soto, director y productora del espectáculo de teatro físico y circo contemporáneo Andes: la ruta de los sueños, en rendirle, por medio de esta extraordinaria obra, un homenaje al legendario Richi, nuestro campeón absoluto, nuestro altar en el Olimpo del ciclismo mundial.

El logro de Carapaz es increíble y extraordinario porque fue imposible. Carcelén Vela y Soto crearon una obra tan genuina, precisamente, porque comprendieron esa imposibilidad: la precariedad económica de un niño que se inició en una bicicleta de chatarra, que trabajó desde temprano, y que entrenó sus pulmones en la altitud del páramo andino, para años después vencer a los más veloces ciclistas de los Alpes. Tocó todas las puertas y casi ninguna se le abrió, sobre todo las de las instituciones que fueron creadas para apoyar el deporte. Se lesionó la pierna. Creyó que no iba a poder volver a la bicicleta. Una perseverancia absolutamente irracional es, quizá, la clave de una historia maravillosa. Un carácter tan sólido como piedra volcánica. La sobriedad de un cóndor en las alturas. Casi nadie puede entender de dónde viene la magia de Richard Carapaz. Entre los pocos que lo entienden, están los creadores de esta genial obra que se presentó en el Teatro Capitol de Quito, y que debería llegar a todo el país, y más allá.

Andes: la ruta de los sueños, sin embargo, es más que la historia de una de las figuras más grandes del deporte ecuatoriano. Es una experiencia física. Son los cuerpos de los actores, en su dinámica creativa ante el espacio, los que nos llevan a sentir el viento en lo alto de la cordillera, el dolor de rodillas sobre la bicicleta, la angustia y la gloria. Entiendo que se hable de circo contemporáneo por el despliegue sutil y riguroso demovimientos vivos, de gracia y gozo frente al desplazamiento coreográfico. No sepuede asistir a la obra sin sentir una emoción muy fuerte, por la manera sensible y diáfana en que esta historia es contada, pero sobre todo por la frescura de una puesta en escena inteligentemente innovadora. Si esas instituciones del Estado ecuatoriano, que en su momento cerraron la puerta al hoy medallista olímpico, quisieran hacerle un bien al país, gestionarían que esta obra se presente en todas las escuelas y colegios. Y que los niños sientan, una vez más, la ruta que cruzó el inmenso Richard Carapaz para cumplir aquello que, parafraseando a Calderón de la Barca, es la vida misma: los sueños. Siempre los sueños. (O)