Recientemente, la Universidad Casa Grande organizó el convivium Amores Juveniles, con los aportes de destacados psicoanalistas: Mónica Febres Cordero, directora de la Nueva Escuela Lacaniana (Guayaquil) y docente de la U. Católica; Claudio Godoy, director de Investigación y docente de la U. de Buenos Aires; y Juan de Althaus, director de Publicaciones, historiador y docente de la U. Casa Grande.

De Althaus comentó que, si antes el amor se sometía a las alianzas de parentesco, hoy las redes sociales lo han desdibujado: es un amor líquido, transitorio, inestable, individualista (Z. Bauman), que abre paso a la angustia. Lo ilustra citando a M. Ojeda en Mandíbula: “Un ataque de pánico es como ahogarse en el aire (…), caerse hacia arriba, helarse en el fuego, caminar en contra de ti misma con la carne sólida y los huesos líquidos”.

El mercado exige gozar con objetos de consumo (celular, p. ej.), precarizando el enlace amoroso y produciendo un vacío ante el cual el sujeto puede inventar un objeto de amor diferente. No hay complementariedad entre sexos —explicó—; el amor es como un puente de ficción que crea lazos para manejar lo insoportable de su falta de relación; implica altibajos y zigzags. Hay que ceder algo de las propias satisfacciones narcisistas para sostenerlo.

Para Febres Cordero, los encuentros actuales están signados por el malentendido fundamental de que no existen formas establecidas de acercarse al otro, de descifrar lo que pide, de saber qué hacer con su propio cuerpo o el cuerpo del otro: “El nombre del padre se ha resquebrajado (…). La figura masculina es, a menudo, inconsistente. La femenina es reivindicativa”.

Los roles de ser hombre o mujer —indicó— se han transformado: “La queja femenina pide palabras, el hombre pide certezas”. Es en esta indeterminación que se multiplican las sexualidades y es posible pasar de un género a otro, con cirugía u hormonas. Pero “lo que suple la no relación sexual es precisamente el amor” (J. Lacan): apostar a las palabras para sobrellevar la relación, aprendiendo a vivir en falta.

Los ritos mágico-religiosos, para Godoy, marcaban el pasaje de un momento a otro de la vida. Hoy, ser joven es una clasificación más ligada al marketing y el consumismo. Lo ejemplifica con un texto de J. Lacan sobre A. Malraux: ya no hay personas mayores; el imperativo es “hay que ser joven siempre”. Quien se resiste entra en sospecha de decrepitud; de ahí las cirugías y una niñez generalizada que no responde por sus actos.

La adolescencia marca el encuentro del sujeto con la sexualidad, cuando confronta sus historias de amores infantiles con su actual goce sexual, propio y del otro —anotó—. La actual generación se identifica más con las redes sociales (relaciones de bolsillo: se toman, se dejan, se retoman) que con vínculos de uno a uno. Sujetos que se casan con muñecas cibernéticas, con su foto, o gozan con fetiches, ratifican que la sexualidad no es natural. El amor —enfatizó— abre posibilidades inéditas para un sujeto.

“No somos medias naranjas”, le respondió mi esposo a quien nos preguntó alguna vez si lo éramos. Y aclaró con humor: “Somos frutas diferentes”. (O)