Es larga y estrecha la relación entre las literaturas de Cuba y Ecuador. Uno de sus puntos más altos, en cuanto a expresión contemporánea de dos tradiciones amigas y dos afectos, es la obra de Alejandro Querejeta Barceló. A lo largo de su trayectoria ha sido poeta, novelista, estudioso de la historia, catedrático universitario y, fundamentalmente, periodista. Es decir, es alguien cuya patria ha sido la lengua de Cervantes, la de Lezama Lima, la de Juan Montalvo. Nació en Holguín el 28 de septiembre de 1947. Fue testigo, con la ilusión de un niño, de uno de los más estruendosos acontecimientos del siglo XX para América Latina: la Revolución Cubana. La vivió, la sintió como una esperanza y un compromiso, la padeció. En los años 90 se estableció en Quito. Dejó una isla por un volcán. Aterrizó en el mundo lingüístico y sincrético de su adorado Jorge Carrera Andrade.

Su exilio, en sus palabras, “es una ciudad suspendida en el aire”. No fue sólo una circunstancia ni una condición política, sino una manera de sentir, una manera de vivir la relación con dos países que son suyos. Aquel tiempo, aquella vida, incluso aquel desmoronamiento y aquella redención que significó su trayecto en el Ecuador, están plasmados en su más reciente libro, El profundo azul del aire (Ediciones Furtivas, 2022), un conjunto de poemas escritos a lo largo de muchos años, con la certeza de un viejo y doloroso amor a una isla, y de un adquirido y doloroso amor a un volcán. El libro, para variar, se imprimió en los Estados Unidos, porque Alejandro, pese al cansancio, no detiene la impresión de sus huellas en lo más diáfano de la tradición latinoamericana.

La poesía es posible, precisamente, porque hay dudas. No es una religión ni una certeza absoluta. Se parece más al afecto, a la imagen de los seres queridos desapareciendo, a la certidumbre de que somos frágiles y efímeros.

Ha sido un placer leer este libro, tan capaz de rescatar las imágenes esenciales como esa tristeza lúcida que arrastra nuestra lengua, la ecuatoriana. Alejandro, más por su afecto que por su legítima carta de naturalización, es un autor de la literatura de este país, porque así como la poesía muchas veces se escribe desde la añoranza de lo irrecuperable, también el “sol contempla medir de los montes la altura”. Pero este poemario no es un homenaje al país andino que lo recibió ni un testimonio de ese periodo de su vida; Alejandro está mucho más allá de esas genuflexiones. Su poesía es una indagación en el espíritu, en la tradición mística que nos detiene en la existencia propia y la del conjunto de nuestra especie, en la lentitud que nos da el silencio cósmico frente a una pintura, frente a un poema, frente a un amor que sin remedio envejece y que se acerca al definitivo proceso de la evaporación.

Y es que “hay algo de inexorable y obstinado en nuestro destino”. La poesía es posible, precisamente, porque hay dudas. No es una religión ni una certeza absoluta. Se parece más al afecto, a la imagen de los seres queridos desapareciendo, a la certidumbre de que somos frágiles y efímeros. Este libro de Alejandro es como él, guarda su esencia, y constituye esas “conversaciones con el aire”, aquellas que en tantas ocasiones tuvimos en su pequeña oficina, de director de opinión de un periódico, o en las cafeterías y jardines de la universidad donde nos conocimos. Leerlo es hablar con él. Reconstruir la cadencia pacífica de su voz, que a sus alumnos nos trasladaba al Caribe, pero también a los museos y galerías emblemáticas de Occidente, a Jackson Pollock, a William Turner o a Kazimir Malévich. A diferencia de otros, yo no fui su alumno en las aulas, sino en la sala de redacción y, ante todo, en la vida. Por eso mi felicidad al leer este libro, este amuleto antiguo y tan lleno de memoria e historia, en el sentido de Walter Benjamin. Alejandro siempre ha sido generoso con nosotros. Quizá ese es el sentido de su poesía: ser bueno pese a todo. “Yo, viajero que de ninguna parte soy, a discreción de las tormentas de la vida”. (O)