Insania, maldad, venganza..., los calificativos podrían multiplicarse ante los asesinatos que suceden a diario en las calles de cualquier ciudad de nuestro país, cometidos por la mano armada de uno o varios sicarios enviados por un autor intelectual de cualquier estrato social no solo del crimen organizado o del narcotráfico.

La vida no vale nada, no vale nada la vida, diría un cantante ranchero inspirado por un mal amor. Sin embargo, la dicotomía es y será: ¿valió quitarle la vida a un ser humano por el motivo que fuera? ¡No matarás!, dice uno de los mandamientos de Dios; ese precepto bíblico es el menos que se cumple en pleno siglo XXI. El escenario del atentado criminal que segó el jueves 4 de mayo la vida de un exalcalde de un cantón guayasense, por la violenta acción de un sicario a la salida de un hotel en el norte de Guayaquil, fue desgarrador. Las redes sociales mostraron con toda crueldad, el cuerpo inerte tirado en el suelo, esa muerte violenta y despiadada que no le dio tiempo a esconderse de su inesperado atacante ni nadie quien salga en su defensa. Ya no debemos andar con mascarilla, ahora debemos adquirir chalecos antibalas y cascos de acero, como ciudadanos previsores de una guerra declarada del crimen organizado o de un desaprensivo maleante que dispara enloquecido para despojar a sus víctimas a la salida de entidades bancarias, o a conductores que manejan sus vehículos y a la vez se entretienen en conversaciones con sus celulares.

El estado de excepción no es ni será la medida más acertada que el Gobierno debe adoptar. De los asambleístas nada se puede esperar. De los jueces constitucionalistas y fiscales mucho menos. A los ciudadanos nos queda solo encomendarnos a Dios para no ser parte de la violenta acción de algún desconocido provisto de una arma adquirida por decisión propia, o entregada por una mente mefistofélica. (O)

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José Francisco Medina Manrique, licenciado en Comunicación Social, Guayaquil