Días atrás, en Nicaragua, el matrimonio autócrata de Daniel Ortega y Rosario Murillo, luego de expatriar a Estados Unidos a 222 presos políticos, sumados 95 exiliados en varias naciones, dispuso confiscarles sus bienes despojándolos de su nacionalidad nicaragüense y declarándolos “traidores a la patria”, bajo una brutal y angustiante diáspora a tan distinguidos ciudadanos.

Ahora, en Estados Unidos, afuera de la Corte de Justicia del Nueva York, manifestantes a la voz de “por fin, se hizo justicia”, y “en México esto no hubiera sido posible”, festejaban el veredicto unánime de un jurado que declaraba culpable por narcotráfico y delincuencia organizada al exfuncionario público mexicano Genaro García, responsable de dirigir la lucha contra las drogas y que –paradójico–, colaboró 20 años con el cartel Sinaloa facilitando el paso seguro de mercancía ilícita, proporcionando información de investigaciones, etc. Juicio en el que el fiscal actuante norteamericano Breon Peace, decía: “García Luna, que una vez estuvo en la cúspide de la aplicación de la ley en México, ahora vivirá el resto de sus días habiendo sido señalado como un traidor a su país y a los miembros honestos (…) que arriesgaron sus vidas para desmantelar los carteles de la droga…”. Ambos hechos que sellan “traición a la patria”, en lo atinente a Nicaragua, dicha insidia no la acomete quienes bajo el derecho universal a la resistencia, elevan su clamor de protesta contra un gobierno vil y oprobioso que avasalla a sus conciudadanos; mas, todo lo contrario, el consorte dictatorial Ortega y Murillo son los traidores a la institucionalidad de su Estado –bajo los cánones de lesa democracia y de lesa humanidad– en sus condiciones de mandatarios y como principales funcionarios públicos, por lo que ellos sí deberían purgar condena carcelaria e incautárseles sus bienes, para luego perpetuo y de ipso facto, expulsarlos de su madre patria despojándolos de su ciudadanía. Lo que igual y en el caso del otrora exempleado gubernamental mexicano García Luna, al transgredir los diáfanos postulados en su nación y para los que fue designado, debe aplicársele las mismas reglas sancionatorias descritas. Ante todo esto y de vuelta en nuestro país, pregúntome: ¿la clase política de Ecuador no debería poner las barbas en remojo, haciéndose un mea culpa por la terapia intensiva en que sobrevive nuestra democracia? ¿Por qué no reglarse, normarse, los casos de corrupción, narcotráfico, delincuencia organizada y otros, como traición a la patria para castigar con las medidas perpetuas ya descritas? O, ¿hasta cuándo aquella muletilla de “la larga noche neoliberal”? deslizándonos al “amargo y distópico socialismo sepulcral”. (O)

Víctor Miguel Orellana León, abogado, Guayaquil