¡Vaya!, qué alegría más gratificante para mí como médico, que tengo que atender muchas veces a niños desde que se están formando en el vientre materno. Más cuando los siento latir y dar pataditas en el interior de su madre. Mejor aún cuando los he visto nacer en una explosión de júbilo en un primer grito de libertad, que luego se convierte en un primogénito y célebre llanto que solo se vuelve calma cuando es refundido en el regazo de la madre; famosa escena inmortalizada por el genio de Miguel Ángel que la denominó La piedad.

Es fabuloso el concepto que Dios dio a la creación, ese milagro a la mujer que engendra un hijo, lo desarrolla en su interior amamantado primeramente con su sangre que lo provee de oxígeno a través de su hemoglobina; verdaderamente un milagro que la ciencia solo puede entender y aún no logra descifrar cómo lo hizo. Me viene a la mente Saint–Exupéry que en El principito exclama, “las cosas esenciales son invisibles a los ojos de los hombres”. Todo ya está hecho, el pobre hombre debe inclinarse y ponerse a investigar todos los prodigios de Dios que se manifiestan en la naturaleza, el óvulo, el espermatozoide, las células. Todo siempre estuvo ahí, las semillas, las plantas, los huevos, los pájaros, la tierra, el sol, el agua, el fuego, etc.

Ese niño se desplaza en busca del seno y disfruta del blanco maná llamado leche; ¿quién le enseñó? Cómo Dios da el privilegio a la madre para cogerlo de los dedos primero y luego de las manos le enseña a caminar, a decir mamá, papá. Y cómo el niño inventa el lenguaje del llanto y la sonrisa para pedir lo que quiere. Después viene la escuela, el colegio, la universidad, vive su vida entre caídas y levantadas. Y cómo nos hacemos viejos, al final nos volvemos a topar con niños, nietos, la mejor compañía por su inocencia, alegría. (O)

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Hugo Alexander Cajas Salvatierra, doctor, Milagro