Precursores geopolíticos como Ratzel, Haushofer y Mackinder hablaban sobre la importancia del “espacio y del núcleo vital”. En un Estado, la capital es el centro de gobernanza, consecuentemente, debe ser protegida con especial celo y localizarse lo más distante posible de las fronteras. El espacio entre la periferia limítrofe y la capital crea un anillo protector del corazón estatal; si este núcleo está rodeado por accidentes geográficos, tanto mejor para mantenerlo apartado de agresiones externas; y si la capital es tomada por fuerzas hostiles significaría una casi segura claudicación.

La Rusia zarista y soviética han sido objeto de traumáticas invasiones como la de las hordas mongolas en el siglo 13, la toma de Moscú por parte de Napoleón, y en el siglo 20 la ocupación japonesa de territorios orientales rusos y la invasión nazi por medio de la operación Barbarroja. Si los Urales hubieran rodeado a Moscú, otra sería la historia, pero se encuentra enclavada en medio de llanuras y cada vez más próxima a las fronteras de potenciales miembros de la OTAN. Y como Putin se ve cercado por la carta atlántica, pretende ‘empujar’ sus límites para alejar las hipotéticas amenazas. En este intento ha violado reiterada y temerariamente la Carta de San Francisco de la que es suscriptor fundacional.

La guerra no constituye una opción en un mundo regido por el Derecho Internacional Público. Sin embargo, el autócrata abusa de su poderío militar y de ese ‘inhabilitante’ poder de veto que posee como miembro permanente de un Consejo de Seguridad, que solo podrá generar resoluciones jurídicamente ineficaces e imprácticas. Es imperativo que prime la razón, porque si el conflicto deviene en un enfrentamiento nuclear, las potencias solo podrán utilizar un mínimo de ese aniquilante arsenal, puesto que en cuestión de días los enfrentados estarían destruidos. (O)

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Henry Carrascal Chiquito, magíster, periodista y abogado, Guayaquil