Un día la maldad y la impotencia se dieron la mano. De tan terrible unión solo podría resultar un fruto mezquino y raquítico, y así fue en efecto, nació la envidia; es sentir pesar por el bien ajeno, un odio mortal contra todo lo que es puro y grande.

Un día que la envidia contemplaba un rayo del luminoso astro, el sol, desde la ventana, tuvo la idea de sepultarlo y empezó a echar sobre él paladas de tierra. Corrieron en su auxilio el odio y la impotencia, pero era en vano, el rayo de sol brillaba siempre. La envidia pidió a gritos el esfuerzo de las comadres del barrio, doña ignorancia acudió con un cargamento de torpezas, doña ineptitud con sus tonterías, doña indignidad con sus odores de residuos, y doña calumnia con sus infamias. Mas, el sol brillaba siempre. Vencida la envidia, cayó sobre aquel montón de escorias debatiéndose furiosamente ante la imposibilidad de sepultar a su enemigo. Cuando salió del letargo en que la sumió la ira, en vano buscó el luminoso rayo. Estaba ciega. Solemos pensar que el triunfo de otros es cosa del azar, y nada más lejos de la verdad; en la mayoría de los casos, el éxito es producto de la preparación y el esfuerzo, no de la suerte. Envidiar no ayuda a conseguir nada, así que es mejor hacer algo, ocúpate de ser mejor persona; celebra el éxito ajeno, ya que jamás se puede lograr lo que no se admira. (O)

Kléber Barragán Hernández, periodista, Guayaquil