Nos dimos duro de pequeños. No sé exactamente cuándo dejamos de pelearnos. Él era mayor que yo con algo más de un año, pero entonces lo veía inmenso, como inmenso era su ego. Toda la familia le decía Faustito, hasta ahora cuando se refieren a él pese a que dejó esta tierra hace algunos años.

Al principio le tenía mucho celo porque en cualquier lugar, hasta en el colegio, era el centro de atención y yo en segundo o en qué sé qué lugar. Claro, ese es siempre el problema de los segundos y más hijos. Gracias a él entré al mundo de la música, pero más por mi insistencia que por su apoyo. A mis 11 años creí estar enamorado y la única manera de superar mis complejos era charrasquear mi guitarra para que me ‘pararan bola’. Él se fue dando cuenta de mis talentos ocultos y me llamó para que lo acompañara en los mil y un serenos que dio a las enamoradas de todos los amigos del barrio y a las de él mismo. Él requintaba y yo hacía la segunda guitarra. Con un amigo ya éramos dos guitarras y tres voces, típico de la época. Con el tiempo ya tocábamos más y peleábamos menos. A mis 14 años formamos un grupo en Riobamba, más tarde en el colegio y particularmente. El día de su sepelio, con mi hermano y mis hijos le dimos la despedida musical que se merecía, cantamos sus canciones favoritas y en especial una que en alguna ocasión la tocó con dedicatoria a mí, He ain’t heavy, he’s my brother (No es pesado, es mi hermano). Hermano, a los 70 años de tu nacimiento, no dejo de pensar en la falta que nos haces, que me haces; y cada vez que toco la guitarra o el piano, en cada nota siento tu presencia. ¡Cómo no extrañarte, si cuando hablan de ti digo con orgullo: “He’s my brother” (“Es mi hermano”). (O)

Roberto Montalván Morla, músico, Guayaquil