En tiempos de inclusión, de rectificación y de otras corrientes similares, vuelve a sonar con fuerza la frase “derechos humanos”. A su alcance y significado se le da más de una connotación, lo que confunde y provoca discordia, se ha dado por posicionar que las acciones ciudadanas en contra del Estado y del ciudadano común, son lícitas; mientras que las que ejerce el Estado y el ciudadano en rechazo de esas acciones perjudiciales son ilícitas.

En ese contexto se asume que los desafueros contra la población indefensa, la destrucción de espacios públicos y privados, las agresiones y humillaciones a las fuerzas del orden, serían lícitas porque se enmarcan dentro de la protesta social, dando por sentado que sus autores e instigadores no cometieron delito y sancionarlos por vía judicial sería una violación a sus ‘derechos humanos’. ¡Qué atrocidad! ¡Qué ironía! ¿Entonces, los derechos humanos de los ofendidos y perjudicados no existen?, porque eso ocurrió en los aciagos sucesos de octubre de 2019 cuyos autores no han sido sancionados, ya que dicen los ‘expertos’ que sus acciones no merecen un análisis desde lo delictivo. Este tratamiento se reproduce, y peor, en la vida cotidiana, ya que ahora los delincuentes son quienes tienen derechos y las víctimas ninguno, por lo que están obligadas a gestionar tortuosos procesos de denuncias según recomiendan fiscales, jueces y policías para lograr ‘reparaciones’; olvidando que al destruir, ofender, agredir, sus autores han perdido sus derechos humanos porque su comportamiento criminal ha sido inhumano. Sin embargo, “déjese robar, lo pueden matar”, “no grabe al delincuente, estaría violando sus derechos”, dicen aquellos que están obligados por ley a defender, cuidar al ofendido. Y peor: “Usted puede pasar de agredido a agresor, recuerde que el otro tiene derechos”. ¿Y los míos?... (O)

José Villón Barros, periodista, Guayaquil