El ser humano está lleno de símbolos visuales y sonoros que componen el tejido de su identidad. Un tejido complejo, permeado de las experiencias familiares y del entorno social de cada individuo. Estos símbolos reciben distintos niveles de importancia de acuerdo con lo que más nos ha marcado, lo que más nos interesa, lo que más amamos.

La bandera del Ecuador es un símbolo que representa mucho más que aquello que nos une cuando juega la selección de fútbol, cuando algún destacado deportista ecuatoriano nos despierta las fibras del amarillo, azul y rojo; o cuando estamos lejos de casa y vemos cosas que nos recuerdan a nuestra patria. En estos tiempos que vivimos es urgente que los colores de esa tela sagrada, al igual que las notas de nuestro himno nacional, cobren mayor importancia. Recordemos que la bandera no solo representa a nuestro país, sino también a nosotros y por ello le debemos respeto. En clases aprendimos que el amarillo simboliza la riqueza de nuestro suelo; el azul, el cielo y el mar; y el rojo, la sangre derramada por los patriotas que nos liberaron del yugo español. Estos significados corresponden a nuestra historia y a la construcción de nuestra República. En estos momentos de deterioro social es crucial repensar lo que significan los colores: amarillo, el faro poderoso de nuestra razón, que nos ilumina para rechazar todo acto de corrupción que atenta contra la humanidad y la naturaleza, faro que nos guía en la convicción de que el servicio en acciones concretas y esfuerzos mancomunados, nos permite hacer cambios para mejoras en nuestro hogar y comunidad. El azul, como nuestro cielo y mar, es fuente de inspiración para ser cristalinos. El rojo, la fortaleza de nuestro corazón y los valores morales que nos impulsan a actuar de manera honesta, íntegra y justa con nosotros y los demás. (O)

Paola Gómez Cervantes, docente, Guayaquil