Las democracias occidentales, sean estas regímenes parlamentarios monárquicos o sin monarquía, o sean estados republicanos, unitarios o federales con régimen presidencialista, sufren hoy de una profunda crisis, que obedece a una multiplicidad de razones.

Las causas de tal crisis son muy variadas, y no pueden ser materia de un artículo en una página editorial, sino de un tratado mayor.

Entre las muchas razones está el gravísimo problema de que las campañas electorales se han transformado en un ejercicio de mercadeo, en el cual se dice aquello que logra “la adhesión del cliente”, y no se dice entonces lo que la sociedad debe oír. Baste que decir la verdad no dé votos para taparla, o para abiertamente mentir.

En esta campaña, la gravedad del problema de la seguridad social no ha salido a la discusión en la profundidad que el tema amerita, ni el porqué las tasas de interés, en vez de bajarse como locamente han propuesto todos los candidatos, deben liberalizarse, pues en el Ecuador, durante muchos años, han producido un sesgo perverso hacia el consumo en desmedro de la inversión y formación de capital en las empresas, única fuente para poder generar empleo, producción y aumento de la riqueza de un país.

Ciertamente, estos dos ejemplos, de muchos que puedo citar, testifican que en las campañas prima mucho más que el objetivo del bien de la nación, aquel de conseguir ganar, a como dé lugar.

Pero a pesar de todo esto, y de los múltiples elementos que conforman la crisis de credibilidad de los sistemas democráticos actuales, que claman al cielo por reformas en lo político y en lo económico, no es menos cierto que ese sistema junto a la economía libre y de mercado han producido el mayor salto tecnológico, de avance social, de avance en el nivel de vida, y en logros de derechos humanos e inclusión que jamás haya visto antes la especie humana.

Por ello nuestras frustraciones respecto del sistema no pueden llevarnos a la conclusión de que no hay que votar, o anular el voto, pues estas posturas, dadas las matemáticas electorales ecuatorianas podrían producir resultados que dejen herida de muerte a nuestra frágil y muy imperfecta democracia, pero que es de todas maneras un sistema infinitamente superior al de Irán, Corea del Norte, Venezuela, Nicaragua o Cuba.

El voto del día de hoy es más crítico que nunca, porque por primera vez trasciende a los nombres que están en las papeletas, y enfrentan dos modos de ver el mundo: en libertad o sin ella, y esto, es ciertamente mucho más serio que escoger simplemente a una persona para que ocupe cuatro años un cargo. Es decidir sobre nuestras vidas, la de nuestros hijos y nietos. De ahí que la obligatoriedad del voto, defendida por unos, criticada por otros, por más cuestionamientos y dudas que tengamos sobre el sistema democrático, nos hace ver que no podemos alejarnos de la acción responsable de elegir, no sobre qué va a pasar en el manejo de una crisis económica, o de la pandemia, sino en el sitio de la historia que queramos estar: libres o esclavos. Está en nuestras manos. (O)