Los días de elecciones siempre han sido una fiesta popular. Las familias se desplazaban juntas, los amigos del barrio con sus mejores atavíos se daban cita a horas determinadas para ir a las mesas correspondientes. El olor de las diferentes comidas y los gritos de quienes plastificaban los certificados llenaban el ambiente de algarabía y expectación. Era raro que alguien comentara por quién votaba. Solamente algún guiño de ojos mostraba la complicidad en la elección de candidatos, pero en general se guardaba silencio sobre las preferencias, que de todos modos se conocían. Se buscaba no ofender. Cuando se temían eventos complicados, todos se apresuraban a ir temprano cuidando no ser elegido para reemplazar a los vocales ausentes. El retorno en general era más alegre, animando a los que todavía no lo habían hecho para que apresuren el paso.

No sabemos cómo será el proceso eleccionario del fin de semana. Mientras escribo, una fina llovizna nos acompaña todo el día y gran parte de la noche. Pone una nota de melancolía sombría y resbaladiza. Estamos a pocos días de unas elecciones que se presentan como imagen de lo que fue el 2020 y el comienzo del 2021. Tristes, amenazadoras, impredecibles. Todo está oscuro y confuso. Gris. Hay miedo, desconcierto, incertidumbre, frente a un evento mal organizado, rodeados de sicariatos, muerte, inseguridad. Escuchar noticias se convierte en una tortura, envueltos en la pandemia y el caos en casi todos los espacios públicos.

Este año el ritual está roto, la sombra del coronavirus nos aleja, el abanico de candidatos desorienta, la necesidad de conservar empleos o la posibilidad de conseguir alguno de acuerdo a las promesas de rigor ordena qué casillero marcar, más allá de las preferencias personales. Elige el miedo, no la esperanza. En conjunto es un voto triste y anhelante. Un voto que clama por un milagro, una luz, un descanso.

Todos esperamos que no haya cortes de luz, que se respeten los resultados, sean o no los que cada uno elige y desea.

El acto de votar tiene mucho de fe. Lo que está claro es que necesitamos cambios, los candidatos lo saben. Todos, aun aquellos que están dentro del espectro que nos ha gobernado durante catorce años, dicen que no podemos seguir así, marcan una ruptura. (Aunque el movimiento Ruptura se llame ahora Construye).

Todos prometen obras, casi nadie dice ‘tendremos que trabajar’. Porque de esto salimos juntos o nos hundimos más, pocos dicen cuál será nuestra cuota en ese resurgir colectivo que estamos urgidos a emprender. Tenemos espejo en el país del norte sobre qué significa ser un país dividido y la prioridad de encontrar acciones comunes en las que todos se reconozcan y estén dispuestos a invertir esfuerzos y empatía. Sumidos como estamos en las garras del narcotráfico, la corrupción, la inseguridad jurídica, el descrédito de la Asamblea, necesitamos recuperar la fe colectiva. Es tarea nuestra sacar nuestras familias y el país adelante, ningún presidente podrá hacerlo sin nosotros, sin un deseo potente de superar el derrumbe de la ética y el bien hacer. Quizás entonces podremos recuperar la alegría de votar porque elegimos ser actores conscientes de un cambio colectivo profundo.

Votamos por nosotros, más que por los candidatos. (O)