No tengo prisa en llegar, ni deseo llegar sola, a mi propio ritmo. No deseo llegar sin detenerme a admirar el camino, ni quiero pasar las horas solitarias en una armadura metálica en una fila interminable de individualidades. Por eso evito a toda costa los automóviles; nunca aprendí a conducir y, a menos que deba cruzar un océano, no voy en avión. Viajo en tren. Me dejo arrullar por su ritmo, me adapto a sus horarios, intuyo mensajes tras cada imprevisto. Quizá por eso soy feliz en Europa, porque no existiría Europa sin los trenes ni puedo imaginarme la vida sin la posibilidad de esperar a la madrugada, en una estación tenuemente iluminada, la llegada de un tren que me llevará a algún lugar, cerca o lejos, rodeada de extraños. No puedo imaginarme la vida sino con la frente besando el frío cristal, entregada al ritmo del tren mientras observo el paso efímero de paisajes que narran sus propias historias. “Las memorias de viaje acaban transformándose en recuerdos de amor. Cuando pasan los años se vuelven confusos y nebulosos como las noches del tren, apenas iluminadas por los reflejos fugaces de las estaciones: luces blancas en Lausanne, anaranjadas en Venecia, amarillas en Belgrado, rojas en Sofía y azules en Estambul. Basta abrir un dedo la ventanilla para sentir los olores de los países: el perfume de pino en los bosques de Austria, el olor de los limoneros de Italia, el aroma de las vendimias en Francia y la fragancia dulce de las acacias en Rumanía”. Son las palabras de Mauricio Wiesenthal, cuyo libro Orient-Express. El tren de Europa (2020) me ha salvado de la depresión durante este confinamiento pandémico que ya se prolonga hasta el límite del desánimo. Me ha salvado, sí, y digo más: ha engendrado un sueño: viajar a bordo de ese “rey de los trenes” o “tren de reyes”, el legendario Orient-Express que atravesando el corazón de Europa llegaba hasta la exuberante Constantinopla. Haré este viaje en dos etapas: la primera a bordo de novelas y memorias que evoquen ese Orient-Express histórico nacido en 1883 (cien años antes que yo) y declarado muerto en 1977, cuando su última conexión (París-Estambul), conocida como Direct-Orient, desapareciera; la segunda etapa de mi viaje será para disfrutarla con todos los sentidos a bordo del fabuloso Venice Simplon-Orient-Express que hoy transita entre París, Berlín, Viena y Venecia, y cuyos compartimientos corresponden al tren original y han sido restaurados en todos sus detalles. De dónde sacaré el dinero para esta aventura, no lo sé, pero empezaré por soñarla. He leído que en el vagón restaurante se comen manjares, que en el piano-bar se beben licores al delicioso ritmo de músicas de antaño. Yo soy una de esas almas que se sienten más a gusto habitando un pasado que no conocieron en carne propia. Me imagino paseando en y por este tren con un vestido Fin de Siècle o quizá más moderna en la moda de los locos años 20. Lo cierto es que algún día en el futuro volveré a ese pasado, porque de nostalgia también están hechas las ilusiones del mañana…

Y a propósito de nostalgias, ¿qué sucedió con nuestros trenes en Ecuador?

Esta historia continuará… (O)