En breves semanas, el 7 de febrero, debe realizarse un proceso electoral al cual la ciudadanía debe concurrir obligatoriamente a votar; pero debe hacerlo en un momento fatídico, porque la pandemia nos azota con más crueldad que nunca: los hospitales están saturados, no hay espacio para atender a nuevos enfermos.

Están llamados a votar unos catorce millones de personas. Esa concentración humana dará lugar a numerosos contagios. ¿Puede el Estado, el Gobierno, garantizar que esto no ocurrirá? Eso tiene que evaluar el presidente de la República junto con el ministro de Salud. De ellos es la responsabilidad; si no hubiera espacio en los hospitales porque aumentan abrumadoramente los contagios, si se repiten las escenas terribles del comienzo de la pandemia en que las víctimas morían en las calles o se las echaba a ellas porque los servicios funerarios no se daban abasto, a ellos se les reclamará al presente, y mañana en la historia; no les reclamarán a las autoridades electorales, a sus medidas de bioseguridad; ¿quién puede creer en estas cuando representan el caos y la incompetencia, coronados con el hecho desastroso de la impresión de las papeletas de votación?

El postergar las elecciones debe ser evaluado concienzudamente. Surgirán las voces doctas que dirán que la Constitución señala fechas fijas para el cambio de gobierno, pero a ellos hay que contestarles que la misma Constitución señala la obligación de los poderes públicos de proteger la salud, que es el valor supremo, la vida misma. Este es el derecho humano fundamental; el votar es un derecho político de organización de la sociedad. El voto auténtico, libre, solo ha existido en la mitad de los pocos años de existencia de la república.

Dice Montesquieu, en El espíritu de las leyes, sobre el cual se han constituido las repúblicas modernas con separación de poderes: “Si por cualquier circunstancia, la ley política vigente fuera destructora del Estado, se acude a la otra, a la que lo conserve”.

Si la salud del pueblo es la suprema ley, no existe justificación para obligar a una persona a salir a votar poniéndola en riesgo de enfermedad y muerte, y de contagiar a su familia y conciudadanos. Obligar a votar solo para evitar pagar la multa de cuarenta dólares es penalizar la pobreza; entre las personas acomodadas será mayor el ausentismo. Si el ausentismo doblara el registrado en la última elección presidencial, la legitimidad del nuevo gobierno sería cuestionable.

La situación mundial es cada instante más dramática: de los 95 millones de contagiados y de los 2 millones de muertos por el COVID-19, la mitad tienen lugar en América; en Sudamérica, Brasil es el más afectado, particularmente en el Amazonas, en Manaos, más cerca de Ecuador. La situación se torna pavorosa en Colombia y Perú. En Costa Rica y Chile ya se inició la vacunación masiva, y nosotros, ¿cuando empezaremos? Hay que escuchar a los COE cantonales sobre la verdadera situación en sus ciudades; se ha agravado la situación en Guayaquil; en Quito es grave.

¡La salud del pueblo demanda la postergación de las elecciones! ¡Si no, vamos al matadero! (O)