Fue en diciembre de 1963 cuando recorrí la avenida 9 de Octubre de Guayaquil sobre los hombros de papá. Las luces de la ciudad, el bullicio y los años viejos, a los que el Mono Dávila llamaba “monigotes”, fueron parte de mis sueños y desvelos por mucho tiempo. Cuando fuimos hacia la Rotonda vimos una escena del puerto, representada en muñecos de papel. Papá nos explicó que ese año viejo, en el que muchos hombres con el dorso desnudo y con un enorme racimo de plátano verde a su espalda, simbolizaba la explotación de los estibadores del puerto. Nos contó que el Ecuador era exportador de banano y que en unos años más ya no sería un país pobre. Todas esas eran para mí palabras nuevas e incomprensible, pero las imágenes fueron tan impactantes que hasta ahora las revivo cada fin de año. Al volver desde la Rotonda hacia el parque Centenario ya había sonado la sirena de las 12 y todo se volvió ceniza, los racimos de plátano verde continuaban chamuscándose en el piso. Tantos años, tanta vida, tantas cosas que todavía merecen ser quemadas para dar paso a la llegada del 2021. Un año nuevito, por estrenar.

En dos días llegará 2021 y no le permitiremos que nos vea llorando. Le plantaremos cara y lo tomaremos por los cuernos, porque ya hemos llorado de tristeza, de indignación, de rabia. Empezamos llorando por Guayaquil. El COVID-19 nos sorprendió por nuestro amado Puerto Principal. Fue injusto y cruel. A ratos el desconcierto ganó a la inteligencia y lloramos de impotencia, de tristeza, de tanta muerte. Luego lloramos de indignación al ver a los mercaderes de la muerte, imparables, haciendo negociados con el dolor ajeno. Finalmente lloramos de rabia hasta que se nos secaron las lágrimas.

Ahora hacemos un balance y a pesar de todo es positivo. Tenemos salud y hemos aprendido a vivir con poco. Nos hemos reencontrado con nuestras pantuflas y nuestros jeans raídos; y aquí seguimos: trabajando, leyendo, escribiendo y luchando desde nuestra propia trinchera; aquí seguimos de pie y con ganas de enfrentar la vida, de cuidarnos para nuestros hijos y nuestros nietos; aquí seguimos con la esperanza de volvernos a abrazar.

No quiero que acabe el 2020 sin enviar un fuerte abrazo solidario a toda la gente que perdió familiares y amigos. No quiero que acabe el 2020 sin agradecer a mis lectores por sus mensajes, por sus comentarios, a veces a favor, a veces en contra, pero siempre inteligentes.

Agradezco a este Diario que me permite seguir contando historias; al club Vivemás que me abre cada semana las puertas de ese espacio maravilloso donde comparto, por Zoom, recuerdos y lecturas con gente de la tercera edad; a los buenos lectores que siguen comprándome libros y a los proveedores por su confianza. También agradezco a los alumnos que se conectan a mis talleres desde distintos lugares del país y del mundo. Gracias a todos ustedes y a mi familia este 2020 ha sido intenso. Trabajar con palabras, construir historias y abrazar a través de los recuerdos me ha dado la energía suficiente para esperar el 2021 en pie de guerra. Ahí los espero a todos: ¡¿Quién dijo miedo?! (O)