Doscientos años después de su constitución como una práctica médica clínica, la psiquiatría es una especialidad que persiste en su pregunta por la causalidad múltiple del sufrimiento psicológico de los seres hablantes, y su tratamiento. Una práctica que hoy trasciende el manicomio hacia la cotidianeidad social, económica y política de los pueblos. En el presente siglo, la pregunta apela a los descubrimientos de las neurociencias, que han aportado algunas hipótesis preliminares y sobre todo han devuelto nuevas preguntas. Porque después de aquella corriente “psicodinámica” que inundó Norteamérica en la primera mitad del siglo XX, la psiquiatría actual prescinde de aquel apoyo en la clínica psicoanalítica, sin que ello equivalga a decretar la obsolescencia del inconsciente freudiano y lacaniano.

Usualmente repetimos que la psiquiatría es un ejercicio acerca de la llamada salud mental y sus trastornos, en cuanto a su diagnóstico, tratamiento, investigación y prevención de ellos, si esto último fuere posible. Sin embargo, la salud mental no es una categoría científica, sino un término que conjuga la idea del bienestar, la adaptación y la productividad. Es decir, es un estado dependiente de condiciones sociales, económicas y políticas, además de las orgánicas y de aquellas vinculadas al desarrollo del sujeto en la estructura familiar. Por ese motivo, el cuidado de la salud mental concierne a diferentes sectores de una sociedad, además de los psiquiatras. En última instancia, el tema se plantea como una política del Estado mediante la promulgación de una ley y la creación de los organismos encargados de ponerla en acto.

Proponer cualquier ley es, en principio, un acto político en la mejor acepción de la política. Pero incubar una ley sobre la salud mental prescindiendo de los psiquiatras en su concepción es un acto político en la acepción más ramplona de la política. El efecto de esa exclusión es un proyecto que ignora la singularidad de la psiquiatría, y que desde el momento que iguala a los psiquiatras y a los “psicofarmacólogos” en la autorización para la prescripción de medicamentos reduce el saber psiquiátrico al mero “pastillaje” como se me ocurre llamarlo, con el perdón de los artistas creadores de las delicias culinarias. Irónicamente, los autores del proyecto, recitadores de Foucault, prescriben lo que aquel autor denunciaba: la reducción de los psiquiatras a la función de guardianes del poder disciplinario, es decir, “amansalocos”.

La Asociación Ecuatoriana de Psiquiatría (AEP) cumple cincuenta años de existencia, y en este momento se encuentra en proceso de renovación de sus directivas nacionales y regionales. El aniversario debería invitarnos a los médicos psiquiatras ecuatorianos a establecer un balance sobre el estado general de nuestra especialidad y nuestro aporte supuesto en beneficio de la salud mental de los compatriotas. Un balance que debería renovar la pregunta incómoda que propuse en esta columna hace diez meses: ¿Cuánto hemos contribuido, nosotros mismos, a nuestro rebajamiento al estatuto de “pastilleros” y a esta exclusión de cualquier proyecto nacional de salud mental? (O)