Algunos políticos ecuatorianos se han sumado a la alharaquienta propuesta de cambiar las normas para que los “buenos” ecuatorianos puedan portar armas, porque “una población desarmada es una población asustada que buscará Estado y más Estado”. Los habitantes de países con seguridad social plena y tranquilidad en las calles se morirían de la risa si supieran de esto, pero están demasiado ocupados con el disfrute que supone tener autoridades responsables para enterarse.

Como demuestran los estudios, la defensa del uso de armas personales está vinculada a la cultura pistolera, que está caracterizada por un círculo social o familiar con baja opinión de una persona si no posee un arma, o una vida social con la familia o amigos que involucra el uso o la posesión de armas de fuego. Según esta acepción, un buen ecuatoriano ansioso por andar con pistola en mano no sería sino una persona insegura y escasamente creativa, rodeada de otros tantos preocupados de lo que piensa el resto y con una limitada cartera de distracciones.

Se calcula que cada año mueren 250.000 personas por armas de fuego en el mundo. Un estudio estimó que de 2,5 millones de muertes por armas de fuego entre 1990 y 2015 en Estados Unidos, México, Colombia y Brasil 1,8 millones pudieron haber sido evitadas. Por cada una de estas muertes, de dos a tres personas sufren lesiones no fatales, lo que significa que cinco millones de lesiones no fatales pudieron haberse igualmente impedido. A este impacto se suma que la necesidad de tratamiento y las discapacidades provocadas suponen una carga económica para el Estado y reducen la productividad del país.

“Un mundo sin armas” es menos un llamado a la paz que uno a identificar a las armas de fuego como un riesgo a la salud y el bienestar de las personas, pero no deja de relievar a la paz como el fin último de la humanidad. Si no es por el simple hecho moral de defender la vida, por ejemplo, de mujeres que mueren a manos de parejas que son “buenas” hasta que no lo son, que sea para evitar que vivamos aterrorizados de a quién le entregaron el permiso de portar armas como quien emite un carné de discapacidad.

No ayuda a la causa que un entrevistador llame doctor, cuando no lo es, a uno de los proponentes de este desvarío, y que otro publique sin cedazo, como quien no quiere la cosa, un resumen de las reformas propuestas. Esto legitima ocurrencias infundadas e inhibe un debate informado sobre la irresponsabilidad de ampliar la tenencia de armas como una solución, en lugar de admitir y abordar las debilidades de combatir fuego con fuego.

Ahora que hemos visto el efecto nocivo de que cualquier civil de a pie le tome especial afecto a la epidemiología, no estaría de más que políticos y periodistas se inscriban en un curso básico para entender con mayor claridad las implicaciones en salud de este tipo de ocurrencias. Aunque la recomendación es que los instructores sean locales podrían apuntarse a un seminario para no especialistas de los mencionados en la reciente reseña de la revista Forbes, una iniciativa que he sugerido sin suerte en el país desde tiempos prepandémicos. (O)