Ahora que se comenta la serie Selena, recordaba el día de su muerte. Solo una vez había oído cantar a Selena Quintanilla. Fue en el Show de Bernard, hace muchos años, la alegría que transmitía, la letra, el ritmo, los gestos de la canción Bidi Bidi Bom Bom se quedaron grabados en mi memoria. Me encontraba solo por un día en Estados Unidos y se interrumpieron los programas de televisión para transmitir lo que estaba ocurriendo. Fueron horas de negociaciones con Yolanda Saldívar, para que se entregara y saliera de su automóvil. Hacía dos semanas había comprado legalmente un revólver con el que mató a Selena. Mi estupor era total.

Años más tarde en el trabajo con las pandillas, uno de los momentos emblemáticos más importantes fue la entrega de armas en la base de San Eduardo. Marcó un antes y un después en el proceso de integración de diferentes grupos a la sociedad. Que jóvenes acostumbrados a utilizar la violencia entregaran sus armas fue largo y difícil. Recuerdo una de las veces en que ocho pandilleros me llevaron a los altos de una casa humilde en el suburbio y me fueron entregando uno a uno las armas que sacaban de sus cinturas. Y ahora cómo nos vamos a defender, me preguntaban en la penumbra de un cuarto vacío donde sus siluetas se dibujan a contraluz de la ventana a sus espaldas. Son como nuestra vida. Yo no sabía qué responder. No dije nada. Pusimos las armas en una funda plástica de un supermercado y salí un poco aturdida a realizar algunas compras, siempre con la funda en la mano. Hasta que llegué a mi casa y las reuní con otras entregadas anteriormente.

Hacer la entrega formal y oficial fue complicado, debían recibirlas personal especializado, había que constatar su número de serie, si es que lo tenían. Reuní a los jefes pandilleros con militares y solo fui testigo de sus diálogos… Me quedé estupefacta de oír cómo hablaban de las armas. A pesar de pertenecer a realidades tan opuestas, todos hablaban el mismo lenguaje. Tenían un respeto y un amor por las armas que me sobrepasaba, casi me escandalizaba. Entendí algo de la relación personal que establecían con una herramienta que podía matar.

Ahora que se plantea legalizar el porte de armas, creo que nos debemos un debate en profundidad. Para no actuar solo a la sombra de la indignación de la inseguridad que nos acorrala, y el miedo que a veces nos domina.

El Estado debe tener y formar profesionales que legalmente puedan utilizar la fuerza y las armas. Debe entrenar a policías y militares a través de las instancias correspondientes, para que puedan hacerlo cuando se requiere y de la manera que se debe hacer. Y ese entrenamiento lleva meses y pruebas de diferente tipo. Pero solo ellos, que saben los riesgos, que saben que pueden disuadir y en el peor de los casos pueden herir sin matar. Sin ese entrenamiento, el arma pasa a ser un problema más que una solución.

¿Qué sucedería al tener armas en hogares donde hay violencia doméstica, donde casi siempre la víctima es la mujer? Según estudios, hay siete veces más probabilidades de que el abuso termine en homicidio en comparación con otro tipo de hogares.

La población civil armada añade elementos a la inseguridad, por el riesgo que tenerlas supone. (O)