Papá bailaba fatal, pero luego del primer whisky no se perdía una pieza. Y es que el pobre no tenía cultura alcohólica, no tenía “buena cabeza”. (Cualidad que, bendito sea Dios, no he heredado). Nunca le vi bailar con mamá, es que ella sí bailaba bien, ella sí distinguía entre el bolero y el vals, entre el tango y el cachullapi. En cambio él, ¡pobre! Le sobraba humor, pero le faltaba ritmo. Era un desastre.

Papá trabajó media vida para el Seguro Social, Caja de Pensiones se llamaba. Ahí fue subdirector médico social.

En una celebración navideña, papá cometió los errores de tomarse un trago y de bailar. Un indiscreto fotógrafo le tomó una foto en pleno baile desacompasado y al otro día salió en el “Social” de un periódico quiteño. Recuerdo la mirada matadora de mamá y sus palabras: Por Dios, Marco. ¡Qué ridículo!

Esa misma tarde mi papá renunció. No le aceptaron la renuncia, ¡No sea pendejo, no es para tanto! Le había dicho el ministro de Previsión Social.

Esta no fue la única vez que papá renunció. Él lo hacía por cada error de cada subalterno, por cada retraso de alguna medicina que no llegaba, por cada máquina de Rayos X que se dañaba y por cada vez que algún chofer chocaba el viejo jeep del Seguro. Así era papá, así eran los políticos y empleados públicos de antes: ¡con sangre en la cara!

Qué pena que la buena costumbre de asumir los errores propios y ajenos se haya perdido. Qué triste la osadía de justificar lo injustificable. Hoy en día nadie se hace cargo de sus fallos, ¡qué va!

Todos debemos asumir las cosas que no hacemos bien, poner cara de perro arrepentido y pedir disculpas. Decir me equivoqué, lo siento, discúlpenme. Pero no, hasta ciertas personas aparentemente serias, decentes e inteligentes, hasta los ministros, asambleístas, presidentes o diplomáticos de carrera intentan tapar el sol con un dedo. Poco parece importarles el ridículo y la vergüenza.

Desde los actos de corrupción más execrables hasta las actitudes más inapropiadas, fuera de lugar o inoportunas deben aceptarse públicamente. Pero ¿para qué? Parece que se preguntan las personas en cuestión. ¿Para qué? Si el escándalo durará poco, ya mismo alguien comete algo más grave, más terrible, más ruidos, mucho peor y se olvidan de mí. Sin duda se responden ciertas personas aparentemente serias, decentes e inteligentes, hasta los ministros, asambleístas, presidentes o diplomáticos de carrera.

Tenemos unas instituciones tan frágiles, tan venidas a menos, tan poco creíbles que a la final todo se olvida. Cada semana hay un nuevo motivo para tener vergüenza ajena, porque la vergüenza propia desapareció hace mucho tiempo.

Nos vamos acostumbrando a los escándalos. Con la misma trivialidad que se toma hoy una foto bailando sin compás, se asume la plata encontrada en maletines o techos; los carnés de incapacidad; los viajes inoportunos; las medicinas caducadas; y, tanta satrapía innombrable.

Y así vamos de tumbo en tumbo, desvergonzados pero millonarios, desvergonzados pero bendecidos, desvergonzados y sin pecado concebidos. (O)