Hay miserias en la conducción de los Estados; hay grandes miserias en los conductores, y hay miserias míseras, pero todas afectan al prestigio de ellos, y, por supuesto, de las instituciones. Hemos visto varias en estos días en América, que han tenido lugar en nuestro país, en Perú y en Estados Unidos. En nuestro país, me quiero referir a una visita sin sentido, a costa del Estado, y en los más duros momentos por los que atravesamos los ecuatorianos. La vicepresidenta de la República decidió ir a visitar al papa en compañía de su familia; muy respetables sus convicciones religiosas y si la hubiera realizado por fines del Estado o antes o después de sus funciones, desde el estado llano, en la plaza de San Pedro, nada habría que observar. Pero hacerlo, porque por el cargo que ostenta será recibida ella y su familia por el papa, y hacerlo, ella, a costa del Estado, y en las circunstancias deplorables que vivimos, merece una objeción moral y aun legal por la autoridad de control. Decir que ha ido a firmar un convenio, en España, con la Universidad de Navarra, para acceder a trasplantes en menores con enfermedades crónicas y degenerativas suena encomiable, pero resulta que esa Universidad fue fundada y es regentada por la respetable Congregación del Opus Dei, que está excelentemente representada en el Ecuador. ¡Miserias, no hacía falta el viaje! La señora vicepresidenta, con sobriedad, debe recuperar su prestigio por si le correspondiera, eventualmente, reemplazar al presidente.

Lo ocurrido en el Perú denigra al país y a la democracia. Usando un artículo constitucional que se refiere a otra cosa, el Congreso destituyó al presidente de la República argumentando “incapacidad moral permanente”, y en una sola votación, sin un juicio con acusación y defensa, y usando de pretexto una acusación no probada, del tiempo en que era gobernador en alguna provincia. ¡Miserias! El pueblo protestó vigorosamente, la represión fue brutal, dos jóvenes han muerto y hay varios desaparecidos. El presidente elegido, Merino, resistió solo cinco días y renunció; acobardados ante la formidable reacción popular y para tratar de aplacarla, los legisladores golpistas eligieron a un distinguido legislador, el señor Sagasti, que había votado en contra de la destitución del presidente Vizcarra. El Tribunal Constitucional, según informa su presidenta, analizaría la constitucionalidad de la destitución por incapacidad moral. Si dictamina que fue inconstitucional lo actuado por el Congreso, lo lógico sería que restituyeran a Vizcarra como presidente. La OEA debería exigir la aplicación de la Carta Democrática; recuérdese que de acuerdo con ella se restituyó en la Presidencia al derrocado coronel Chávez.

Pero si la inestabilidad ha caracterizado a América Latina, no ocurría tal cosa en los Estados Unidos; pero, desgraciadamente, las cosas se ven distintas: el candidato republicano, y actual presidente, no acepta su derrota y acusa de fraude, sin pruebas, al candidato demócrata. El mundo reconoce el triunfo del demócrata, pero no lo concede el candidato presidente. Parece que no hay nada más difícil que renunciar al poder. En medio del caos, la pandemia asuela despiadadamente al país. ¡Miserias! (O)