En Estados Unidos, los votantes se han rebelado contra el autoritarismo de Trump y han recogido así la inconformidad del mundo con el despotismo del presidente durante estos cuatro años. El abuso contra la población de color, contra los inmigrantes, el propósito de construir una pared en la frontera con México, el exonerar de impuestos a las grandes corporaciones y el esconder la gravedad de la pandemia del coronavirus, aunque su población es la más afectada en el mundo. Digo que es una rebelión porque los ciudadanos salieron a votar en un porcentaje superior al de cualquiera de las elecciones anteriores; tanto que los demócratas llegaron a ganar en estados en los que tradicionalmente eran superados por los republicanos; no fue un voto contra estos, lo fue en contra del presidente; este estaba tan convencido de su rol mesiánico que hoy se niega a aceptar la realidad de su derrota, a pesar de que el propio expresidente Bush, republicano, ya ha felicitado al candidato demócrata, señor Biden, y a la vicepresidenta, señora Harris, la primera mujer en ser elegida, en la historia de dicho cargo, por su brillantez, sin que a la población le haya importado que sea hija de inmigrantes negros e hindúes.

La democracia moderna la inventaron los ingleses, y los Estados Unidos la aplicaron en un sistema republicano de división de poderes, en aplicación de la doctrina de Montesquieu. Pero mientras el presidente electo empieza a luchar contra los nuevos cuatro jinetes del Apocalipsis: la pandemia, la recesión por ella acarreada, el racismo y el cambio climático, el señor Trump instruye al ministro de Justicia usar el poder del Estado para intentar alcanzar de los tribunales de justicia que lo declaren ganador. Se podría decir que el presidente saliente está imitando el mal ejemplo de algunos de los países latinoamericanos; en el Perú, por votación en el Congreso, sin un proceso de juzgamiento, sin derecho a la defensa, destituyen al presidente y nombran sucesor a un oscuro presidente del Congreso.

En el Ecuador, que hace más de una década abandonó el derecho, el proceso eleccionario no se decide por las leyes, sino por quienes han logrado constituirse en mayoría del Tribunal Electoral y decidir qué partidos existen y quiénes pueden ser candidatizados; cada día amanecemos con un nuevo escenario; el último, la presentación de un candidato de la derecha ha caído como una bomba en el sector de la misma tendencia, que ya anuncia la impugnación de tal candidatura.

En los Estados Unidos, el señor Trump impugna ante los tribunales las votaciones del pueblo; en el Ecuador, la disputa tiene lugar, primero, en el Tribunal Electoral; el pueblo votará después. Decididamente debemos rebelarnos: este desorden no puede continuar. Hay que enterrar, a ejemplo de Chile, el remedo de Constitución que nos rige, hay que enterrar todo el entramado legal que inventaron para nosotros los socialistas del siglo XXI, con los asesores españoles que nos envió Chávez. Eso solamente se puede conseguir por mandato directo del pueblo; mediante plebiscito, hay que derogar la Constitución de Montecristi, declarar vigente la de 1998, actualizándola. (O)