Este año 2020 –el 1 de noviembre– la Fiesta de Todos los Santos reviste una peculiaridad antes nunca vivida.
Cuando tantos esperaban estos días para depositar flores a sus difuntos en el cementerio y ofrecer, allí, una oración –a Dios, los santos– por sus almas, para muchos ha resultado imposible por el confinamiento, el cierre de los camposantos, por el coronavirus (el COVID-19 que azota a todo el mundo).
Los santos son personas con gran amor a Dios, que rebosa en amor al prójimo.
En la Fiesta de Todos los Santos se celebra también a los santos anónimos, que son una pléyade.
Es día de alegría porque seguro que, entre ellos, hay algún familiar nuestro o amigo querido.
Un día especial para pensar en Dios y en el cielo.
El día 2 de noviembre, cuando la Iglesia conmemora a los Fieles Difuntos, es día de esperanza porque la muerte no es el final del camino.
Nos dirigimos a nuestra patria, el cielo, con la confianza puesta en Dios, que es amor.
Evoco estas palabras de san Pablo: “Para mí, la vida es Cristo, y el morir, una ganancia (…). Deseo morir para estar con Cristo, porque es mucho mejor … ”, ( Filipenses, 1,ss).
La vida es Cristo porque Cristo es Dios y solo Dios puede llenar el corazón de las personas.
Dios es amor, un amor paternal, desinteresado, misericordioso..., que perdona y nos quiere a cada uno como si no hubiera otros.
La experiencia de la maternidad nos permite vislumbrarlo.
Las madres queremos a cada hijo como si fuera único, y nuestro amor, como el de Dios, no depende de la correspondencia o la conducta del hijo: si no hay complacencia, no falta la benevolencia ni falta la luz de la esperanza.
El amor de Dios nunca falla.
Somos nosotros los que fallamos cuando no correspondemos a su amor. (O)
Josefa Romo Garlito, España