Cuánta razón lleva Louise Glück cuando señala que es en la infancia cuando uno mira el mundo. Fue a finales de la década de los setenta del siglo pasado cuando veía jugar índor a través de la reja de mi casa que daba a la calle Pío Montúfar. Como mis padres no me dejaban jugar, quienes lo hacían eran personajes que llegaban a esta suerte de cancha popular que según decían los entendidos era una calle donde se jugaba “buena pelota” y se tomaba Cristal con leche.

En mi barrio sureño recuerdo haber ido caminando a una de las fábricas de La Universal que quedaba al frente de mi casa o de ir corriendo de urgencia al Bazar Santiago a comprar cartulina para algún trabajo de última hora que me había olvidado de realizar. Todo a pie, a cualquier hora, sin ningún temor.

Años después, cuando vivía en Urdesa, tengo vivos los recuerdos de los partidos de fútbol en el parque de Urdesa Norte; de tomar una bicicleta y llegar hasta Los Ceibos si era necesario para juntarnos con la gallada de la época o de ir a los Policines o al Maya a ver dos películas por un solo boleto.

En fin, ya sea viviendo en el sur o en el norte, los recuerdos que llegan a mi memoria son imborrables. Sin embargo, no por eso dejo de recordar los hedores que emanaban de cada calle y esquina por donde uno cruzaba a pie o en bicicleta; de los cerros de basura que inundaban la ciudad; de lo descuidados y deslucidos que se veían la mayoría de sus barrios; o, cuando recorriendo el Malecón y el barrio Las Peñas junto a mi padre no dejaba de impresionarme el nivel de descuido e inmundicia en el que se encontraban, más allá de la alegría que sentía al subirme a los cañones en el Fortín de la Planchada junto con mis hermanos.

Sin embargo, hoy mis hijos conocen otro Guayaquil. El que refundaron y reconstruyeron Febres-Cordero y Nebot y que hoy Cynthia Viteri sigue transformando hacia el futuro, pese a la más cruenta de las pandemias que le ha tocado vivir a esta ciudad. Gracias, de verdad, por habernos sacado del oscurantismo y devolvernos nuestra autoestima que estaba tan lesionada hace treinta años y también por trabajar de forma denodada por controlar la pandemia y reactivar a la ciudad de manera segura y exitosa.

Pero este agradecimiento estaría incompleto si no formulo un sentido homenaje a esos miles de trabajadores municipales, así como a médicos, enfermeras, bomberos, oenegés, clínicas y hospitales públicos y privados que trabajaron sin horarios y a costa en muchos casos de sus vidas, para proteger las nuestras.

Ellos son los verdaderos héroes en este bicentenario. La historia y nuestras instituciones públicas y privada sabrán reconocer, como lo han venido haciendo, su gesta heroica. Gracias a todos ellos por seguir luchando y curándonos. Pero sobre todo por recordarnos algo que está en la esencia del guayaquileño, su legendaria solidaridad, aun y a pesar del centralismo. (O)