Han transcurrido dos años desde cuando censurábamos el trato arbitrario que recibían los cultivadores de caña de azúcar por parte de sus únicos compradores, creíamos que las injusticias que con ellos se cometían habían sido superadas a base del buen entendimiento que antaño los distinguió; pero por los documentos que han llegado a nuestro poder, recogidos por la prensa, observamos que la tenue relación de armonía que subsistía se ha deteriorado, llegando a niveles que obligan comentarla en homenaje a los principios de justicia y atención que merece la agricultura.

El vínculo entre productores y sus socios compradores, que integran las cadenas productivas alimenticias, ha consagrado derechos progresivos favorables a su eslabón más débil, admitidos por la Constitución y las leyes agrarias, elevadas al carácter de normas obligatorias en las naciones que conforman la Unión Europea, con la que Ecuador mantiene un tratado que le impone respetarlas, además de prohibir y condenar ejercicios comerciales desleales con los agricultores, proclamados bienhechores de la provisión de nutrientes, ahora engrandecidos por su ejemplar comportamiento en la pandemia.

Los contratos entre cañicultores y sus exclusivos compradores, típico e insustituible oligopolio, contienen pagos a plazos inaceptables, fuera de toda norma, aun así no cumplidos, asumiendo el productor costos por financiamiento de facturas por supuesta iliquidez industrial, con descuentos no pactados, no ardorosamente reclamados por la matriz gremial, ni tutelados con eficacia por el Estado, que mira indiferente un cultivo que demanda fuertes inversiones que aseguren las cosechas futuras, conjunto de subterfugios que terminan registrando valores entregados a los labradores inferiores a los que marca la determinación oficial, ignorados por la autoridad que debe velar por evitarlos. Estos condenables hechos encajan perfectamente en los tratamientos vigentes en la época de la esclavitud que define Juan Jacobo Rousseau en su célebre obra el Contrato social, figura que describe el marco de los compromisos impuestos a los proveedores de la dulce caña por sus socios industriales, con rara excepción, y también el Estado, amargo cómplice moroso en el pago de etanol, grave cortapisa de solvencia, abuso del poder omnímodo que les concede la fuerza económica y el control político del que están revestidos, inobservando principios elementales de ineludible amparo, entendidos como tuitivos o protectores que los miembros de la cadena azucarera están conminados satisfacer.

Entre tanto la autoridad llamada a ejecutar sus propias resoluciones invoca que los desacuerdos de precios o los descuentos ilegales deben ventilarse según las disposiciones de un Código Civil no aplicable en un espacio en que imperan leyes especiales sustentadas en principios filosóficos y jurídicos de franco auxilio público, ignorando los avances logrados en las relaciones entre los cultivadores del campo con sus comercializadores, acatados en otros países como Chile, dejando al descubierto el erróneo proceder ministerial al desamparar al objeto fundamental de su existencia: los campesinos. (O)