Que las actividades privadas y públicas sean eficientes es un ideal, un norte, un principio que debe cumplirse. El empresario busca que su establecimiento funcione bien, que sus gastos sean razonables, que se maximicen los resultados y en función de ello lograr las mayores utilidades, en el marco de la ley.

El administrador público, con la salvedad de las utilidades, debe pretender y ejecutar lo mismo, pero siguiendo un camino más rígido: las previsiones y las competencias legales. Si el empresario pierde, se afecta su patrimonio; pero si pierde la administración pública, quien queda golpeado es el pueblo. Ergo, el administrador público necesariamente debe ser eficiente (y eficaz). Así lo impone la Constitución. En otras palabras, la eficiencia no queda al arbitrio del servidor público. Ella impone realizar una correcta planificación, proyectar objetivos cumplibles (no quiméricos), prever cómo enfrentar los problemas que pueden ocurrir, asegurar los bienes para no poner en riesgo la prestación de servicios, etcétera. Si el administrador público encuentra una gestión deficiente, paupérrimos resultados, debe adoptar todas las medidas razonables para transformar esa realidad. Debe rescatar la institución. No es discrecional hacerlo. Ello no admite discusión. Siendo esto así, la cultura del lamento y la inacción es criticable.

La exigencia referida –eficiencia y eficacia– le llega también a los cuerpos colegiados, los cuales deben remover los obstáculos, en el marco del ordenamiento jurídico, para la consecución de los respectivos objetivos. Este es un mensaje importante para nuestras instituciones democráticas y sus servidores. Así, los ciudadanos vemos desde hace algún tiempo las públicas desavenencias en el Consejo Nacional Electoral. Las inconformidades y quejas tienen un lado bueno, como todo en la vida, en la medida en que pueden contribuir a la eficiencia y a la eficacia; a corregir rumbos. Pero cuando esas situaciones críticas se prolongan en el tiempo y se refieren a los más variados asuntos y se plantean públicas condenas a la mayoría, entonces estamos ante un grave problema que nos incumbe a todos; máxime cuando estamos en plena etapa de organización para las próximas elecciones. Los ciudadanos percibimos a la referida institución como un símbolo de problemas. Éstos necesariamente deben superarse. Va más allá de las personas. Tiene que ver con el Estado de Derecho. Este es un llamado para que la autoridad electoral se rescate a sí misma. Ahí hay personas serias y reconocidas. El Ecuador exige madurez, eficiencia, eficacia.

Por otro lado, muchos en silencio trabajan con esfuerzo, dedicación y eficiencia. Me vienen a la memoria: Elizabeth en la Cámara de Industrias de Guayaquil; Leonor, Mary, Xiomara, Jenny, Gabriela, Karyna, María de Lourdes en el Municipio de Guayaquil. No se las conoce pero están ahí contribuyendo a la eficiencia institucional. Hay jueces, amanuenses, secretarios que trabajan fuera de horario, fines de semana. Muchas personas nos dan ejemplo con su actitud, sin saberlo. Hay que emularlas, metafóricamente “sembrarlas” para que florezcan sus nobles frutos y nos ilumine su nobleza. (O)